El imperio azteca (o mexica, tal
y como se conocían entre ellos) se instaló en la ciudad de Tenochtitlan en
1325, tras librar diversas batallas con otros pueblos indígenas de México.
A partir de ese momento, el que
fue uno de los grupos más
poderosos de la historia de la humanidad desplegó su poder entre pirámides,
palacios y pueblos perfectamente estructurados hasta ocupar gran parte de
México Central e incluso alcanzar el norte de Guatemala.
Una cultura que, además de
desarrollar diversos progresos tecnológicos, potenciar sus propios sistemas de
cultivo y desarrollar el estudio astronómico hasta la llegada de Hernán Cortés
en 1520, también promulgaba unos
rituales de sacrificio que te pondrán la piel de gallina.
La
sangre del sacrificio
Al igual que los mayas, los
aztecas veneraban a varios dioses a los que contentaban con sacrificios, siendo Tezcatlipoca la deidad más
respetada. Con estos sacrificios, los aztecas creían contribuir al
equilibro del mundo, auyentando a los demonios de la Tierra y asegurándose la
presencia del sol en el cielo, que creían se extinguiría tras un período de 52
años si no contribuían a sus caprichos.
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Los sujetos sacrificados solían
ser músicos, que eran conducidos por sus doncellas hasta un teocalli (o pirámide) de las islas del
lago (cabe señalar que Tenochtitlan se ubicaba sobre el lago de Texcoco).
Una vez allí, los guardias se encarcaban de
amortazarlo y el cura rajaba su pecho con un cuchillo oxidado y extraía el
corazón para quemarlo y la cabeza para empalarla (y a veces, incluso hervirla).
El cuerpo sin vida era lanzado por la escalinata de la pirámide.
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