Alfredo López Austin
La cosmovisión mexica
concebía que la realidad divina estaba traslapada en el espacio de las
criaturas, se creía en una doble naturaleza del tiempo y del espacio. Por una
parte, existía el tiempo-espacio original y ajeno (“anecúmeno”), poblado por
seres “sobrenaturales”: los dioses, las fuerzas, los muertos; por la otra,
estaba el tiempo-espacio causado, propio (“ecúmeno”), el mundo creado por los
dioses y habitado por las criaturas: los hombres, los animales, las plantas,
los minerales, los meteoros, los astros.
Quien contempla el cosmos admira su
propia proyección. Derecha e izquierda siguen el eje de su cuerpo; el fuego
alumbra a la medida de sus ojos; son sus temores los que moldean los hados y
sus palpitaciones las que acompasan la música de las estrellas. Quien contempla
el cosmos ve proyecciones de sus ancestros, de sus contemporáneos, de su futura
descendencia. Quien contempla el cosmos ve su propia, privada, íntima
proyección: su obra.
La cosmovisión en la vida
cotidiana
Para adentrarnos en el estudio de la
cosmovisión de un pueblo es necesario que reflexionemos no sólo en el contenido
de dicho sistema de pensamiento, sino en su origen y utilización. Cuando pensamos
en su origen, por lo regular damos un valor excesivo a la especulación de los
sabios y los iluminados, sin tomar en cuenta que los méritos corresponden a una
inmensa multitud de autores anónimos que, día con día, a lo largo de los
siglos, van transformando, sin saberlo, la forma de percibir y concebir el
mundo.
En efecto, todos construimos la
cosmovisión. Lo hacemos constantemente, en los más diversos ámbitos de nuestras
acciones y reflexiones. Nuestra colaboración es en buena parte racional; pero,
paradójicamente, no somos conscientes de ella. Al externar nuestras ideas, al
recibir las de nuestros semejantes, participamos en un proceso milenario de
selección, abstracción y sistematización del pensamiento. En cada uno de
nuestros diálogos elegimos vías lógicas de comunicación y formulamos, también
lógicamente, nuestros juicios, opiniones, propuestas y argumentos. Los
diálogos, inmensamente multiplicados en la colectividad, contrastados,
depurados por la lógica, se van incrustando en el gran sistema que llamamos
cosmovisión, y el producto va cargado de la historia que nos transforma cada
día. Esto produce una paradoja más: la cosmovisión, formada en la tradición de
siglos y siglos, nunca está completa, nunca está terminada, porque la historia
la modifica constantemente. El antiquísimo saber ha de vivir al día. ¿Por qué?
Simplemente porque usamos la cosmovisión: de ella derivan las formas de
percepción, las guías de acción, las normas de conducta, las estructuras de
pensamiento, todo en el juego de la sabiduría de la tradición, de la adaptación
al presente y de los proyectos de la vida futura. ¿Quién la posee? Ningún
sabio, en ninguna época de la humanidad, ha sido capaz de abarcar el
conocimiento de su tiempo. Cada creador-usuario posee un valioso segmento, y
todos los segmentos se articulan para formar el gran conjunto de ideas.
¿Significa esto que todos los miembros de una colectividad tienen un segmento
absolutamente concordante con los demás? No, y aquí estaríamos ante una tercera
paradoja: el conjunto no es sólo un complejo dialécticamente articulado, sino
que es precisamente su conformación la que permite el diálogo social total, de
la mayor armonía a la mayor discrepancia. La cosmovisión no es sólo una
construcción de todos: es la palestra.
La cosmovisión de un pueblo
mesoamericano
Es frecuente escuchar que cuando los
mexicas se establecieron en el siglo XIV de nuestra era en la cuenca lacustre,
su nivel de desarrollo era el de recolectores-cazadores, ajenos a la cultura
mesoamericana. La idea de su primitivismo inicial forma parte de un patrón de
leyendas de origen, repetido por otros muchos pueblos de la época; pero no
corresponde a la realidad histórica. Los mexicas eran un pueblo pobre que
buscaba un territorio propicio en el cual establecerse; pero eran
mesoamericanos, esto es, cultural y lingüísticamente estaban emparentados con
otros pueblos que gozaban de mejor situación en el contexto político que los
recibía. Pertenecían, por tanto, a una remota tradición que se había originado
milenios atrás con los primeros pueblos agricultores de este territorio; su
pensamiento era resultado de una larga transformación de sociedades que, de un
estadio de aldeas incipientes, se habían desarrollado hasta constituir estados
poderosos. Si bien cada pueblo poseía sus dioses patronos y sus cultos
particulares, el panteón, la mitología, el ritual y las creencias sobre el
funcionamiento del mundo concordaban en sus elementos nucleares. Por esta razón
debemos entender al pueblo mexica, desde mucho antes de la fundación de su
capital, Mexico-Tenochtitlan, como un componente más del orden cultural al que
habían pertenecido los primeros cultivadores de maíz: los pueblos del
Preclásico que perfeccionaron las técnicas agrícolas; los olmecas; los
creadores del calendario, de la astronomía y de la escritura; los zapotecos,
teotihuacanos y mayas del Clásico; los aguerridos toltecas y, en resumen,
muchos otros pueblos que habían participado en la construcción de una muy
particular concepción del cosmos. Sin embargo, como todos los demás pueblos
mesoamericanos, no fueron meros herederos. Al pertenecer a la tradición
milenaria, enriquecieron con su propia historia aquella visión del mundo y
llevaron su pensamiento para enfrentarlo o entrelazarlo hasta donde alcanzaron
a llegar sus guerreros y sus comerciantes.
López Austin, Alfredo, “Los mexicas
ante el cosmos”, Arqueología
Mexicana núm. 91, pp. 24-35.
• Alfredo
López Austin. Investigador del Instituto de Investigaciones Antropológicas de
la Universidad Nacional Autónoma de México.
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