jueves, 24 de noviembre de 2016

Los mexicas ante el cosmos


Alfredo López Austin
La cosmovisión mexica concebía que la realidad divina estaba traslapada en el espacio de las criaturas, se creía en una doble naturaleza del tiempo y del espacio. Por una parte, existía el tiempo-espacio original y ajeno (“anecúmeno”), poblado por seres “sobrenaturales”: los dioses, las fuerzas, los muertos; por la otra, estaba el tiempo-espacio causado, propio (“ecúmeno”), el mundo creado por los dioses y habitado por las criaturas: los hombres, los animales, las plantas, los minerales, los meteoros, los astros.
Quien contempla el cosmos admira su propia proyección. Derecha e izquierda siguen el eje de su cuerpo; el fuego alumbra a la medida de sus ojos; son sus temores los que moldean los hados y sus palpitaciones las que acompasan la música de las estrellas. Quien contempla el cosmos ve proyecciones de sus ancestros, de sus contemporáneos, de su futura descendencia. Quien contempla el cosmos ve su propia, privada, íntima proyección: su obra.
La cosmovisión en la vida cotidiana
Para adentrarnos en el estudio de la cosmovisión de un pueblo es necesario que reflexionemos no sólo en el contenido de dicho sistema de pensamiento, sino en su origen y utilización. Cuando pensamos en su origen, por lo regular damos un valor excesivo a la especulación de los sabios y los iluminados, sin tomar en cuenta que los méritos corresponden a una inmensa multitud de autores anónimos que, día con día, a lo largo de los siglos, van transformando, sin saberlo, la forma de percibir y concebir el mundo.
En efecto, todos construimos la cosmovisión. Lo hacemos constantemente, en los más diversos ámbitos de nuestras acciones y reflexiones. Nuestra colaboración es en buena parte racional; pero, paradójicamente, no somos conscientes de ella. Al externar nuestras ideas, al recibir las de nuestros semejantes, participamos en un proceso milenario de selección, abstracción y sistematización del pensamiento. En cada uno de nuestros diálogos elegimos vías lógicas de comunicación y formulamos, también lógicamente, nuestros juicios, opiniones, propuestas y argumentos. Los diálogos, inmensamente multiplicados en la colectividad, contrastados, depurados por la lógica, se van incrustando en el gran sistema que llamamos cosmovisión, y el producto va cargado de la historia que nos transforma cada día. Esto produce una paradoja más: la cosmovisión, formada en la tradición de siglos y siglos, nunca está completa, nunca está terminada, porque la historia la modifica constantemente. El antiquísimo saber ha de vivir al día. ¿Por qué? Simplemente porque usamos la cosmovisión: de ella derivan las formas de percepción, las guías de acción, las normas de conducta, las estructuras de pensamiento, todo en el juego de la sabiduría de la tradición, de la adaptación al presente y de los proyectos de la vida futura. ¿Quién la posee? Ningún sabio, en ninguna época de la humanidad, ha sido capaz de abarcar el conocimiento de su tiempo. Cada creador-usuario posee un valioso segmento, y todos los segmentos se articulan para formar el gran conjunto de ideas. ¿Significa esto que todos los miembros de una colectividad tienen un segmento absolutamente concordante con los demás? No, y aquí estaríamos ante una tercera paradoja: el conjunto no es sólo un complejo dialécticamente articulado, sino que es precisamente su conformación la que permite el diálogo social total, de la mayor armonía a la mayor discrepancia. La cosmovisión no es sólo una construcción de todos: es la palestra.
La cosmovisión de un pueblo mesoamericano
Es frecuente escuchar que cuando los mexicas se establecieron en el siglo XIV de nuestra era en la cuenca lacustre, su nivel de desarrollo era el de recolectores-cazadores, ajenos a la cultura mesoamericana. La idea de su primitivismo inicial forma parte de un patrón de leyendas de origen, repetido por otros muchos pueblos de la época; pero no corresponde a la realidad histórica. Los mexicas eran un pueblo pobre que buscaba un territorio propicio en el cual establecerse; pero eran mesoamericanos, esto es, cultural y lingüísticamente estaban emparentados con otros pueblos que gozaban de mejor situación en el contexto político que los recibía. Pertenecían, por tanto, a una remota tradición que se había originado milenios atrás con los primeros pueblos agricultores de este territorio; su pensamiento era resultado de una larga transformación de sociedades que, de un estadio de aldeas incipientes, se habían desarrollado hasta constituir estados poderosos. Si bien cada pueblo poseía sus dioses patronos y sus cultos particulares, el panteón, la mitología, el ritual y las creencias sobre el funcionamiento del mundo concordaban en sus elementos nucleares. Por esta razón debemos entender al pueblo mexica, desde mucho antes de la fundación de su capital, Mexico-Tenochtitlan, como un componente más del orden cultural al que habían pertenecido los primeros cultivadores de maíz: los pueblos del Preclásico que perfeccionaron las técnicas agrícolas; los olmecas; los creadores del calendario, de la astronomía y de la escritura; los zapotecos, teotihuacanos y mayas del Clásico; los aguerridos toltecas y, en resumen, muchos otros pueblos que habían participado en la construcción de una muy particular concepción del cosmos. Sin embargo, como todos los demás pueblos mesoamericanos, no fueron meros herederos. Al pertenecer a la tradición milenaria, enriquecieron con su propia historia aquella visión del mundo y llevaron su pensamiento para enfrentarlo o entrelazarlo hasta donde alcanzaron a llegar sus guerreros y sus comerciantes.
López Austin, Alfredo, “Los mexicas ante el cosmos”, Arqueología Mexicana núm. 91, pp. 24-35.
 Alfredo López Austin. Investigador del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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