jueves, 24 de noviembre de 2016

Las procesiones en Mesoamérica

Susan Toby Evans
Se ha dicho que andar en procesión es implorar con los pies. Las procesiones son plegarias hechas paso a paso que trazan un sendero sagrado a través de un ambiente edificado y que hacen eco en las montañas, cuevas y manantiales circundantes. A su vez, la plegaria es un esfuerzo por aprovechar las fuerzas espirituales para hacer frente a necesidades humanas, conectarse con lo sagrado y controlar la naturaleza. Las procesiones son manifestaciones públicas de fervor y solidaridad, demostraciones de creencias individuales y colectivas, así como de obediencia a la autoridad, sea ésta humana o sobrenatural.
Las procesiones representan una experiencia universal en las culturas humanas. En la actualidad, pueden ser seculares o religiosas, en las que la mayor parte de la gente puede participar sólo como observadora, incluso a través de la televisión u otros medios de comunicación. Ya sea como participantes u observadores, en nuestra experiencia de las procesiones reconocemos y acrecentamos el sentido de solidaridad de la gente, y sentimos el poder de esta acción para trascender la voluntad y la conciencia individuales.
Los grandes sitios arqueológicos de México estaban bien adaptados para las procesiones, como lo han corroborado quienes han caminado por ellos o incluso examinado sus planos. Los monumentos principales, como pirámides y plataformas, están ubicados de tal manera que permiten perspectivas dramáticas para quienes se acercan a ellos. Murales, esculturas y crónicas de la época revelan la importancia de marchas y danzas a través de los centros ceremoniales. Sin embargo, el tema de las procesiones en el México antiguo no se ha explorado de manera sistemática. Los artículos de este número de Arqueología Mexicana demuestran la evidencia de procesiones diseminadas en el mundo precolombino y representan la primera colección de estudios de este importante fenómeno.
Las procesiones: forma y función
Cada uno de esos estudios presenta una cultura diferente y diversos tipos de evidencia. Todos revelan la importancia de expresiones colectivas de fe bajo la forma de procesiones. Andar en forma reverente por el espacio ritual formaba parte de la vida cotidiana para todos los miembros de la sociedad puesto que, aun en la casa, el altar familiar requería de una posición (o de ademanes) de fervor. Fuera de casa, la gente participaba en un paisaje público conformado por interacciones sociales, edificios y el entorno local modificado por el hombre. El hombre se desarrollaba en un entorno natural, que en México se caracteriza por diversas áreas ecológicas no muy lejanas entre sí y con climas extremos.
Aunque las procesiones son comunes en todo el mundo, son esenciales para culturas en las que los rituales se realizan casi sólo al aire libre, lo cual era común en la América indígena, donde los participantes integraban elementos importantes de los ambientes edificado y natural. La distinción entre culturas con actividad ritual al interior o al exterior es fundamental para entender los rituales del México antiguo a través de la arquitectura ceremonial y la modificación del paisaje. Si las ceremonias grandes y pequeñas se hacen habitualmente en el exterior, la interacción de los participantes con el paisaje visible está mediada, aunque no oculta, por el ambiente edificado. Y si ese paisaje visible es venerado, visto como animado por una energía espiritual, entonces las ceremonias conectaban a los celebrantes con esa energía, difundida por las efigies de las montañas y las calzadas bajo sus pies.
En el México antiguo, toda la gente participaba regularmente en danzas y procesiones rituales, como parte de pequeñas celebraciones locales y fiestas mayores. La gente se  desplazaba a través y alrededor de las plazas y barrios, y salía por sacbés y calzadas. No se necesita mucha imaginación para dar vida a estos paisajes edificados y naturales, animados por poderes espirituales. También podemos percibir claramente cómo el ambiente edificado se había diseñado para facilitar esa interacción espiritual. Los aspectos particulares del ambiente edificado –pirámides, avenidas– dirigen la atención a vistas específicas, estructurando así la relación entre el entorno inmediato y el paisaje sagrado. Cada procesión dependería de las condiciones propias de cada estación: clima, temperatura y luz.
Las procesiones introducen al devoto no sólo en un escenario cuidadosamente estructurado, sino también en las resonancias de movimiento y cantos rítmicos, así como en los sonidos de tambores, flautas, cuernos y silbatos. El escenario tal vez haya sido decorado con flores, follaje y textiles apropiados para la ocasión, complementado con fragancias y colores específicos asociados con diferentes sucesos. Otra contribución importante era la vestimenta, que agregaba más color y más sonido. Los trajes, tocados, alhajas y otros atavíos que caracterizaban a quienes participaban en la procesión eran parte del conjunto de símbolos que distinguían la ocasión; para el individuo serían parte de la experiencia sensorial del suceso, ya fuera como participante u observador.
Los participantes acumularían años de involucramiento, pues cada procesión sería una experiencia en sí misma y un ensayo para la siguiente. El grupo inmediato sería familiar y sus miembros individuales seguirían patrones de conducta acordes con las normas y las restricciones de la procesión. El papel y el rango exactos de cada miembro serían conocidos por todos los demás en el grupo, y permitirían estructurar el orden y la coreografía de la procesión. El grupo podía incluir a la comunidad o a una parte selecta: gobernantes, nobles de alto rango, sacerdotes, comerciantes, grupos de artesanos, o cofradías que celebraban a deidades específicas. Podían ser residentes de ciertos barrios, o clanes o linajes que proclamaban sus relaciones.
Las procesiones en la antigua vida mexicana
Nuestro conocimiento de las procesiones del México antiguo proviene de varias fuentes. La evidencia arqueológica incluye desde patrones regionales de asentamiento, planos de ciudades hasta pequeñas esculturas y vasos pintados. Las descripciones e interpretaciones de los cronistas del siglo xvi son esenciales para nuestra comprensión del tema, y podemos discernir un poco sobre él a partir de las prácticas tradicionales en los entornos culturales indígenas.
Los estudios presentados aquí recurren a diversas fuentes para abordar procesiones antiguas en muchas regiones y periodos. Sobre La Venta (Tabasco) se aborda la Ofrenda 4, una de las primeras expresiones de una procesión, que consiste en 16 figuras esculpidas en varias clases de piedra que miden sólo 20 cm de alto. La composición posiblemente es de 600 a.C.
Avanzando en el tiempo, nos encontramos con un rico registro arqueológico de procesiones en el Clásico (ca. 300-900 d.C.). Tumbas ancestrales eran cuidadas devotamente por familias de la elite de Oaxaca, donde las procesiones están registradas en murales. Teotihuacan, cuya disposición parece diseñada para el despliegue público de coreografías relacionadas con la fe y la fidelidad, cuenta con numerosos murales –del Clásico Temprano– que muestran seres humanos y animales en movimiento. Los caminos (sacbeob) de la cultura maya conforman un escenario para la representación procesional de la vida.
Las culturas indígenas del Occidente de México y los sitios antiguos revelan cómo los caminos del Clásico Tardío vinculaban asentamientos en actos ceremoniales. El estilo de construcción con columnas de La Quemada se empleó más tarde en Tula, donde las representaciones sobre banquetas del Palacio Quemado y otros puntos rememoran a los participantes de procesiones a través de esos espacios con columnas. En Chichén Itzá encontramos que esas procesiones fueron representadas sobre banquetas y murales. Por último, Tenochtitlan surge como un lugar de procesión central en un paisaje de agua y montañas.
Los rituales procesionales son comunes como demostraciones de fe, y son una forma atrayente de culto, que fascina a los espectadores y agrada –o por lo menos satisface– a los participantes. Son demostraciones masivas de fuerza y energía, particularmente impresionantes cuando la procesión es muy numerosa; los participantes van ataviados dramáticamente y realizan coreografías acompañados de cantos y música instrumental.
En el México antiguo, los que eran elegibles para participar en las procesiones lo hacían a partir de creencias profundamente arraigadas y de las fuertes presiones sociales para adaptarse a un plan establecido de la vida religiosa. Su mundo estaba vivo: montañas y cuevas, ríos y lluvia eran seres animados, y la gente creía que esta energía era compartida por pirámides y altares, canales, tocados de plumas ondeantes, corrientes de humo ascendentes, ornamentos resplandecientes: todo eso que los rodeaba disponía un campo de energía que debía recorrerse con reverencia.
Así pues, las procesiones representaban patrones de interacciones con la energía espiritual del ambiente, y cada vestimenta, canto y movimiento contribuía a canalizar esa energía. Todos esos aspectos se combinaban para crear una forma de plegaria que incluía movimiento, sonido y efectos visuales, así como una concentración mental sobre el objeto de la imploración. La vida ritual de las culturas antiguas de México cobraba vida en sus procesiones.
Nota: Las ideas principales de los artículos de Susan Toby Evans, Johanna Broda y Elizabeth Jiménez junto con Robert H. Cobean que vienen en este número, fueron expuestas previamente en conferencias dictadas en Society for American Archaeology (abril de 2014) y Dumbarton Oaks Research Library and Collection (octubre de 2014).
Susan Toby Evans. Catedrática de antropología en la Pennsylvania State University.

Tomado de:  Evans, Susan Toby, “Las procesiones en Mesoamérica”, Arqueología Mexicana núm. 131, pp. 34 – 39.

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