miércoles, 21 de diciembre de 2016

El decir de las piedras. Discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua

Eduardo Matos Moctezuma El 14 de mayo de 2015, en el Auditorio Jaime Torres Bodet del Museo Nacional de Antropología, el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma leyó su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua. La respuesta estuvo a cargo del doctor Miguel León-Portilla, decano de esa institución. Al final del acto le fue impuesta la venera correspondiente y el diploma que lo acredita como nuevo miembro de la Academia, en la que ocupa la silla XV. El acto estuvo presidido por el doctor Jaime Labastida, director de esa institución. Cinco personalidades han ocupado la silla XV. El primero de ellos fue don José María Vigil, quien fuera segundo bibliotecario y cuarto director de la Academia durante el lapso que va de 1881 a 1909. Le siguieron don Balbino Dávalos, don Agustín Aragón, don Daniel Huacuja y el último fue el recordado don José Moreno de Alba, distinguido lingüista y filólogo a quien tuvimos el infortunio de perder el 2 de agosto de 2013. El ocupar hoy la silla XV conlleva para mí una enorme responsabilidad, ya que muchos fueron los aportes de sus anteriores ocupantes y en particular del doctor Moreno de Alba, quien estuvo al frente de esta Academia durante varios fructíferos años. Ocupó también la dirección del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la Universidad Nacional Autónoma de México y fue miembro correspondiente de diversas academias, como la Cubana, Norteamericana, Guatemalteca y Nicaragüense. A él se deben destacadas investigaciones que lo llevaron a recibir, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Ciencias y Artes en la rama de Lingüística y Literatura en 2008. A todos ellos dedico mis palabras de ingreso. Quiero hacer extensivo mi agradecimiento a quienes me propusieron como candidato para ingresar a esta corporación: a la doctora doña Concepción Company Company, al doctor don Miguel León-Portilla, quien además aceptó responder mis palabras, al doctor don Fernando Serrano Migallón y a todos los miembros de la Academia Mexicana de la Lengua, que con su voto unánime hicieron posible que hoy estemos reunidos en este recinto en donde el pasado y el presente se conjugan como parte de nuestra historia. El lenguaje, la palabra, el decir que busca expresar en el pasado el pensamiento y el sentir del hombre que fue, ya de manera oral o escrita, ya con pictografías o en obras plenas de simbolismos, en fin, en cualquiera de sus formas, viene a constituirse en singular medio de comunicación por el cual se transmiten las más variadas formas del pensar humano que nos permiten penetrar en el pasado y en el presente, en la realidad y en los mitos, en lo visible y lo invisible, en arcanos insondables que esperan ser leídos para revelarnos su contenido y transformarse, así, en historia. Hoy voy a acudir a tres expresiones pétreas que fueron elaboradas por un mismo pueblo: el mexica. Las tres esculturas a que haré referencia tienen un común denominador: son portadoras de antiguos pensamientos; van más allá del tiempo de los hombres para irrumpir en el ámbito de los dioses. Desde esta perspectiva son intemporales, como los dioses mismos. Son los mitos los que nos remontan a los comienzos del tiempo y el espacio, a luchas ancestrales en donde los dioses, beligerantes a veces, benévolos en ocasiones, dan paso mediante sus acciones a diversos actos de creación y destrucción, de nacimiento y muerte, de principio y fin, que son otras tantas expresiones del hombre mismo. El hombre, creador por excelencia, ha puesto en manos de los dioses su propio poder creador. Así, los dioses son una extensión del hombre y es por ello que aman y odian, gozan y sufren, nacen y mueren… Los tres ejemplos a los que acudo son muy conocidos. Representan al Sol, la Luna y la Tierra, trilogía sagrada unida entre sí que encierra mucho del universo de aquel pueblo, que rindió culto a los astros y que los deificó de manera tal que sus atributos quedaron plasmados en diversas expresiones artísticas. Para hacer posible su interpretación y leer los datos de que son portadores estos documentos de piedra es necesario acudir a la arqueología, las fuentes históricas y la historia de las religiones, todo ello inmerso en la estética presente en su contenido. Recordemos que mientras en ellos el indígena veía mitos y dioses, los frailes veían demonios. Rescatemos el pensar de los primeros… La Piedra del Sol Hallada el 17 de diciembre de 1790 en la Plaza de Armas de la ciudad de México, con motivo de las obras que ordenó realizar el segundo conde de Revillagigedo, fue trasladada y empotrada en la torre poniente de la Catedral, en claro contubernio con los ángeles cristianos, pese a ser considerada piedra de sacrificios según las palabras del segundo arzobispo de la Nueva España, don Alonso de Montúfar, quien a mediados del siglo xvi había mandado enterrarla en el mismo lugar en donde había permanecido tirada después de la conquista, es decir, cerca de la esquina sureste de la Plaza Mayor y de la acequia que por allí pasaba. ¿Cuáles fueron las razones que llevaron a tan ilustre personaje a tomar esa determinación? La respuesta nos la brinda el dominico fray Diego Durán, cuando señala en su Historia de las Indias de la Nueva España e islas de la Tierra Firme: “De donde, el ilustrísimo y reverendísimo don fray Alonso de Montúfar […] mandó enterrar [la piedra], viendo lo que allí pasaba de males y homicidios, y también a lo que sospecho, fue persuadido la mandase quitar de allí, a causa de que se perdiese la memoria del antiguo sacrificio que allí se hacía…” (Durán, 1951). La Piedra del Sol es el monumento más estudiado, sin lugar a dudas, a lo largo de más de dos siglos de haber sido encontrado. Al estudio inicial emprendido por don Antonio de León y Gama, quien la consideraba útil para la astronomía, la cronología y la gnomónica, además de pensar que pudo haber funcionado como reloj, le siguió el trabajo de Alejandro de Humboldt publicado en su Vistas de las cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas de América, en donde el sabio alemán lo compara con diversos calendarios de otros tantos pueblos. A partir de aquel momento fueron muchos quienes nos sentimos atraídos por la magnitud de su presencia. Los nombres de Alfredo Chavero, Ezequiel Ordóñez, Enrique Juan Palacios, Hermann Beyer, Alfonso Caso, Roberto Sieck Flandes, Doris Heyden, Carlos Navarrete, Cecilia Klein, Rubén Bonifaz Nuño, Michel Graulich, Ariane Fradcourt, Felipe Solís y yo mismo, entre muchos más, no pudimos resistir el interés del preciado monumento, cuyos análisis nos informan de su carácter marcadamente solar. Para comprender mejor lo que la escultura representa, veamos las diferentes facetas por las que pasa el Sol en su transcurrir por el firmamento. Son tres los puntos en los que el Sol, Tonatiuh, pasa a lo largo de este recorrido: primero, como Huitzilopochtli, el joven guerrero que es parido por la tierra en el oriente para elevarse por el cielo, acompañado de guerreros muertos en combate o sacrificio que entonan cantos de guerra. El oriente representa el rumbo masculino del universo. Al llegar el mediodía da paso al Sol del centro, cuyo rostro es, precisamente, el que emerge en la parte central del monumento. Tiene un cuchillo de sacrificios que sale de la boca. Su contraparte en sentido vertical es el inframundo pero al mismo tiempo sirve de parteaguas entre el este y el oeste. Después se transforma en el Sol del atardecer, el Sol descendente, Tzontémoc, que será acompañado por mujeres guerreras muertas en el primer parto, indicadoras del rumbo femenino del universo. Es aquí donde el Sol será tragado por la tierra para pasar al inframundo. Se establece así el continuo movimiento del astro expresado de tres maneras diferentes, conforme al atributo que le corresponde en cada uno de sus pasos por la bóveda celeste. Pero ya en el interior de la tierra va a alumbrar el mundo de los muertos y va a revestir un aspecto importante, pues estamos ante un rito de paso por medio del cual la matriz de la diosa de la Tierra, convertida en inframundo o Mictlan, será el lugar en que se genere el Sol que será parido cada mañana. A esto parece referirse el Códice Borgia cuando en una de sus láminas muestra al gran Sol Nocturno, al que haremos alusión más adelante. Ahora bien, el movimiento que ocurre desde el orto hasta el ocaso va a cobrar presencia en la forma de las pirámides, que obedece a este movimiento constante con una línea oblicua que asciende para llegar a su parte más alta, en donde se da la conjunción del hombre con la divinidad por medio del sacrificio, para luego descender de manera paulatina hacia el poniente. Esto se hace más patente en aquellos edificios que por sus características representan el centro del universo, llámense Pirámide del Sol o de la Serpiente Emplumada en Teotihuacan, o los templos mayores de Tenochtitlan y Tlatelolco, por ejemplo. Orientada su fachada principal hacia el poniente; asociados al sacrificio y a la fertilidad; con una enorme plataforma que los circunda y con su simbolismo de montañas sagradas que se ubican sobre la cueva que lo mismo significa lugar de donde nacen pueblos como la entrada al mundo de los muertos, estas construcciones van más allá de la pura presencia de un templo para convertirse en centro universal del pueblo que las erigió. Es el centro fundamental en que se unen los niveles celestes y el inframundo y de allí parten los cuatro rumbos universales. Es el centro de centros, en donde convergen las distintas fuerzas del universo. Más aún, es el lugar en donde se expresan algunos de los mitos que nos remontan in illo tempore. Pero hablemos del contenido de la escultura. En ella vemos la aprehensión del tiempo mexica. En sus relieves se expresan mitos cosmogónicos como el de las edades o soles, que vemos presentes en los cuadretes que rodean el rostro central de la piedra que representa a Tonatiuh, el Sol. Fueron cuatro los soles por los que pasó el mundo en los que los dioses intentaron crear al hombre y el alimento que había de sustentarlo. Diferentes versiones existen acerca del orden en que acontecieron estas edades, pero tanto en la Leyenda de los Soles como en la Piedra del Sol vemos que el primero fue el Sol 4 viento (si seguimos a la inversa las manecillas del reloj), el cual fue arrasado por el aire y aquellos seres creados se convirtieron en monos y su alimento fue el acecentli o maíz de agua. El siguiente fue el Sol 4 lluvia de fuego en que todo se quemó y los seres se volvieron guajolotes; su alimento fue, según la Historia de los mexicanos por sus pinturas, el cincocopi. Le siguió el Sol 4 agua, y se dice que hubo 52 años de inundación que todo lo destruyó y los hombres se convirtieron en todo género de peces. Finalmente, tenemos el Sol 4 jaguar, durante el cual los hombres fueron devorados por las fieras y su alimento eran bellotas de encina. Ésta es, pues, la concepción que el mexica tenía del devenir del universo. Ahora bien, el conjunto mencionado junto con el rostro central forma a su vez el símbolo ollin (movimiento) que denota el cambio constante a que está sujeto el mundo y que corresponde al Quinto Sol, momento en que se logrará la presencia plena del hombre nahua y el alimento que lo sustentará: el maíz. Rodea estas cuatro edades o soles un círculo que contiene los 20 días del calendario mexica, es decir, que expresan un mes. Deben leerse, al igual que los cuatro soles, a la inversa de las manecillas del reloj y comienza con el día cipactli. Rayos solares en forma de triángulos surgen del astro para alumbrar la tierra. Le sigue una banda con pequeños cuadros con la figura de quincunces, cinco elementos, que indican el centro. De ella también salen rayos solares. Finalmente y rodeando completamente al Sol, están las dos serpientes de fuego que lo envuelven y que a su vez lo transportan por el firmamento del oriente hasta el poniente. Esto hizo pensar a don Alfredo Chavero que la posición de la piedra debió de ser horizontal y no vertical como se nos presenta. Creo que tiene razón. Por otra parte, los colores ocre y rojo con que estuvo pintada la escultura en su mayor parte determina de manera significativa su carácter ígneo, solar. Un glifo 13 caña se encuentra en el lugar de donde arrancan las dos serpientes de fuego, el que puede tener dos acepciones: referirse a la fecha de su elaboración en el año de 1479, lo que nos remonta al gobierno del tlatoani Axayácatl, quien gobernó Tenochtitlan entre 1469 y 1481, o indicar el surgimiento del Quinto Sol como leemos en los Anales de Cuauhtitlan: “…en este año 13 acatl nació el sol que hoy va creciendo; que entonces amaneció y apareció el sol de movimiento, que hoy va creciendo, signo del 4 ollin. Este sol que está, es el quinto, en el que habrá terremotos y hambre general” (Códice Chimalpopoca, 1975, p. 5). Lo anterior augura que este Sol, en el cual hoy vivimos, también habrá de desaparecer. Todo lo anterior me llevó a decir acerca de esta escultura: Hemos transitado a través del tiempo para encontrarnos frente a un monumento que es el tiempo mismo, el tiempo petrificado. No de otra manera podemos referirnos a esta escultura en que el artista anónimo que la esculpió dejó grabada de manera prodigiosa toda la cosmovisión de un pueblo adorador del Sol. Cuatro fueron los soles o edades por las que había pasado la humanidad antes de su creación definitiva. Fueron cuatro intentos en que la lucha entre los dioses dio paso a cada una de las creaciones para, a su vez, ser destruida e iniciar el combate cósmico con el que, poco a poco, se iba perfeccionando la obra de los dioses. Esta acción de creación-destrucción, esta concepción dialéctica de un universo que se expresaba a través de la dualidad y en constante cambio y transformación quedó plasmado en la piedra con el surgimiento del Quinto Sol, el Sol del hombre nahua, el Nahui-Ollin que cobraba forma magnífica en esta piedra que, a poco más de doscientos años de haber vuelto a surgir, aún se resiste a entregarnos todo su contenido ancestral. Capricho de los dioses, dirán unos; medianía de los sabios, diría yo, pues la piedra resiste el tiempo y los embates de quienes quisiéramos penetrar en sus misterios pétreos y nos quedamos detenidos, absortos, en el umbral de lo desconocido (Matos, 1992, 2004). Coyolxauhqui, la Luna Encontrada casualmente por obreros de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro, en la madrugada del 21 de febrero de 1978, en la esquina de las calles de Guatemala y Argentina, este monumento nos muestra su carácter lunar por medio de la figura femenina de una deidad muerta, desmembrada y decapitada, cuyo cuerpo tiene un movimiento impresionante, atrapado dentro de un círculo que más que limitar, concentra. La lectura de esta representación no puede hacerse sin tomar en cuenta todo el contexto en que fue hallada. Ubicada en la plataforma que sostiene al Templo Mayor del lado de Huitzilopochtli, la escena nos transporta al mito que nos dice cómo la diosa de la tierra en su faceta de paridora de dioses, Coatlicue, hacía penitencia en el cerro de Coatépec. Un día tomó un plumón blanco y lo guardó en su seno, quedando así embarazada. Cuando sus otros hijos se enteraron de aquel embarazo misterioso se indignaron y acordaron ir a Coatépec para matar a su madre. Encabezados por Coyolxauhqui, la Luna, y los cuatrocientos huitznahuas, las estrellas del sur, conforme a la interpretación de Eduard Seler, marchan en escuadrones para cometer el matricidio. No tomaron en cuenta que quien estaba en el vientre de su madre era, ni más ni menos, que el dios solar y de la guerra, el belicoso Huitzilopochtli. Éste es avisado de lo que pretenden sus medios hermanos y se prepara para nacer y combatirlos. El portento ocurre y el dios solar es parido por el oriente por su madre la Tierra, armado con la serpiente de fuego o xiuhcóatl, que puede interpretarse como el rayo matutino que habrá de eclipsar a la Luna y las estrellas. Con ella ataca a sus enemigos y el fratricidio se cumple. Veamos como lo dice el mito, en traducción de Miguel León-Portilla: Luego con ella hirió a Coyolxauhqui, le cortó la cabeza, la cual vino a quedar abandonada en la ladera de Coatépetl, montaña de la serpiente. El cuerpo de Coyolxauhqui fue rodando hacia abajo, cayó hecho pedazos, por diversas partes cayeron sus manos, sus piernas, su cuerpo. Entonces Huitzilopochtli se irguió, persiguió a los 400 Surianos, los fue acosando, los hizo dispersarse desde la cumbre del Coatépetl, la montaña de la culebra. Y cuando los había seguido hasta el pie de la montaña, los persiguió, los acosó cual conejos, en torno a la montaña. Cuatro veces los hizo dar vueltas. En vano trataban de hacer algo en contra de él, en vano se revolvían en contra de él al son de los cascabeles y hacían golpear sus escudos. Nada pudieron hacer, nada pudieron lograr, con nada pudieron defenderse. Huitzilopochtli los acosó, los ahuyentó, los destrozó, los aniquiló, los anonadó. Pero ¿por qué se representa aquel personaje como mujer, decapitada y desmembrada? La mujer se identifica con la Luna porque el ciclo por medio del cual se va transformando dura más o menos lo mismo que el ciclo menstrual. Además, las fases propias de la Luna al transformarse de Luna llena a cuarto menguante y cuarto creciente la presentaban, a los ojos humanos, como una figura factible de desmembrarse, a diferencia del Sol, que permanece intacto en todo su recorrido. Por otra parte, la Luna desaparece del firmamento durante tres días, en que muchos pueblos consideraban que moría para volver a resucitar. Tiene, además, el color de las conchas y caracoles con un tono nácar, y bien sabemos que tanto la Luna como conchas y caracoles se identificaban con fertilidad. Más aún, la existencia del calendario lunar de 260 días basado en el movimiento del satélite corresponde, en términos generales, al ciclo que dura el embarazo en la mujer. Habría que añadir su relación con el conejo que se observa en la Luna y su asociación con el pulque y la fertilidad. No es raro, pues, que diversas religiones asocien a la mujer con los poderes de la noche, la fertilidad y en particular con la Luna, llámese Isis, Selene o María. Coyolxauhqui no fue la excepción. Su carácter nocturno y su cuerpo destrozado después de la batalla contra el sol ascendente, Huitzilopochtli, es muestra del diario combate entre los dos astros, del que salen triunfantes los poderes diurnos, masculinos, en una sociedad en que estos valores tienen presencia determinante. Otro tanto ocurre con los eclipses, en donde una vez más se da el enfrentamiento entre ambos dioses. Pero atendamos algo más de esta escultura. Impresiona su grandiosidad, revelada por el movimiento que ofrece el cuerpo, encerrado en un círculo que, como dijimos, no limita sino que concentra. Brazos y piernas dan un sentido de rotación, como si fueran aspas que imprimen movimiento, las que, por cierto, guardan un equilibrio impresionante junto con la cabeza y el cuerpo. Sin embargo, cada miembro, cada elemento labrado adquiere una presencia autónoma. Ninguno se destaca más que otro. El escultor anónimo bien se cuidó de mantener ese equilibrio entre el todo y las partes para lograr ante el espectador el efecto deseado: la muerte en guerra y la derrota de los símbolos nocturnos en la imagen de la deidad lunar… Veamos la impresión que provoca en un espectador de nuestros tiempos el mito actualizado en el Templo Mayor: Sin la ayuda protectora del enigma, la visión es insoportable: a pleno sol, la luna muerta; ahí, desnuda, abierta sin pudores ni secretos. De la revelación del misterio nace la tragedia. La piedra me apedrea, me aplasta, me sofoca. De cara a Coyolxauhqui muerta, me agobia la evidencia y sólo encuentro redención y escapatoria en la belleza: por no sé qué prodigios, este cuerpo desbaratado vive a pesar de su muerte contundente, no porque no haya muerto del todo, sino porque no ha muerto para siempre: vendrá la noche y la luna recobrará el misterio descifrado y yo, acaso, la respiración perdida (Celorio, 2013, p. 13). Una adenda: la pieza, colocada al pie del cerro templo del lado dedicado a Huitzilopochtli, que representa al mítico cerro de Coatépec, era el lugar de la inmolación de múltiples cautivos de guerra y esclavos en la fiesta de panquetzaliztli, dedicada al dios solar y de la guerra, durante la cual se conmemoraba el combate entre ambas deidades. Así, quienes serían inmolados subían en ringlera, pasando primero junto a la diosa decapitada y desmembrada para, finalmente, llegar a la parte alta, donde los sacerdotes repetían lo que el dios solar había hecho conforme al mito: la víctima capturada en combate era sacrificada y su corazón ofrendado al numen, a la vez que su cuerpo era arrojado por las escaleras para caer sobre la escultura de Coyolxauhqui, en donde era desmembraba por quienes lo habían hecho prisionero. Lo ocurrido en el cerro de Coatépec se repetía año con año. Era la manera de preservar la memoria de un acontecimiento de enorme importancia para el pueblo mexica, por medio del cual se recordaba que lo ocurrido durante el peregrinar de este pueblo al enfrentarse bandos antagónicos, se convertía en lucha entre dioses, y la manera en que su dios solar y de la guerra había nacido para el combate; de ahí que el mexica asumiera que su destino fuera también el de combatir. Era la manera de justificar teológicamente la conquista militar, tan necesaria para la economía mexica… Eduardo Matos Moctezuma. Maestro en ciencias antropológicas, especializado en arqueología. Fue director del Museo del Templo Mayor, inah. Miembro de El Colegio Nacional. Profesor emérito del inah. Matos Moctezuma, Eduardo, “El decir de las piedras. Discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua”, Arqueología Mexicana núm. 134, pp. 22-33.

Teposcolula, Oaxaca

Nelly M. Robles García, Ronald Spores El sitio arqueológico de PuebloViejo de Teposcolula (Yucundaa) contiene los restos de uno de los más importantes cacicazgos mixtecos del Posclásico. Se localiza 2 km al sureste de San Pedro y San Pablo Teposcolula (a 2200 metros snm), sobre una montaña que se eleva 220 m sobre el fértil valle. Durante el periodo Posclásico (950-1522 d.C) y el colonial temprano (1522-1600), el sitio abarcó cerca de 290 ha, entre 1000 y 1550 d.C., cuando la ciudad fue trasladada al noroeste, valle abajo, debido seguramente a las epidemias que asolaron a la población indígena. A pesar de ser un sitio de tanta importancia, el trabajo de fray Francisco de Burgoa, escrito alrededor de 1630, no proporciona datos importantes sobre el sitio o sus habitantes, su reagrupación u otra información útil sobre la ciudad. Aunque en el Códice Mendocinoaparecen los topónimos de Teposcolula y una lista del tributo que se entregaba a los aztecas, no se incluye mayor información. Como resultado de la exploración arqueológica del sitio, que comenzó a partir de 2004, se estableció que la zona ceremonial se encuentra en la parte superior del cerro y que en las terrazas de las laderas había unidades habitacionales y campos de cultivo. Entre las construcciones importantes se encuentran: el Juego de Pelota; la Gran Plaza, recinto cívico-ceremonial localizado en la cumbre de Yucundaa; un gran complejo residencial, probablemente de la clase gobernante, yya tnuhu, en medio de la zona central, que contiene construcciones del Posclásico y coloniales tempranas; un área residencial de alto estatus, probablemente de los nobles, tay toho, en una plataforma elevada que se extiende unos 200 m norte-sur y mide 20 metros este-oeste; terrazas residenciales de la clase común, tay ñuu, tay yuca o tay situndayu, en las laderas medias orientales del sitio; un complejo residencial de la elite, asociado a un área cívico-ceremonial al oeste; un sistema de terrazas agrícolas (lama-bordo o coo-yuu), en el sur del sitio; la Iglesia Vieja y el convento dominico, complejo construido hacia 1530 y 1550; la Gran Calzada de las Cuevas, que delimita la zona monumental. Es decir, se trata de un sitio del Posclásico que sobrevivió con modificaciones hasta la época colonial temprana, cuyas evidencias arqueológicas demuestran que formó parte de una pequeña elite de pueblos que ejercían un poder total sobre las poblaciones circundantes o “sujetos”, formando verdaderos cacicazgos. La base de la economía del sitio eran el tributo, el comercio, el cultivo del maíz y otros cultivos temporales de tierras altas. Robles García, Nelly M., y Ronald Spores, “Teposcolula, Oaxaca”, Arqueología Mexicana núm. 90, pp. 42-43. • Nelly M. Robles García. Arqueóloga. Investigadora del INAH y miembro del SNI. Autora de diversas obras sobre la arqueología de Oaxaca y su conservación patrimonial. • Ronald Spores. Etnohistoriador y arqueólogo. Doctor en antropología por la Universidad de Harvard. Profesor emérito en antropología de la Universidad de Vanderbilt. Codirector (con Nelly M. Robles) del proyecto arqueológico Yucundaa Pueblo Viejo Teposcolula, Oaxaca (2004 hasta la fecha). Autor y editor de varios libros y artículos sobre la cultura mixteca.

Evidencias arqueológicas en el centro de Coyoacán

Juan Cervantes Rosado, María de la Luz Moreno Cabrera, Alejandro Meraz Moreno Coyoacán es una de las poblaciones de origen prehispánico más importantes de la región surponiente de la Cuenca de México. Sin embargo, su historia en tiempos anteriores a la conquista hispana es aún poco conocida. En este texto se presenta un panorama general de los hallazgos arqueológicos más relevantes de los últimos años en el centro de Coyoacán y se propone un modelo general de secuencia ocupacional. Coyoacán se localiza en el surponiente de la Cuenca de México, en una fértil franja de terrenos aluviales ubicada en lo que fue la ribera occidental del lago de Chalco-Xochimilco; está limitada al sur y al poniente por el derrame de lava conocido como Pedregal de San Ángel y el pie de monte de la Sierra de Las Cruces, respectivamente. Fundada durante la etapa tepaneca, o aún antes, por poblaciones de filiación otomiana (Anales de Cuauhtitlán, 1992, p. 21; Chimalpain, 1998, pp. 73-75; Códice Xólotl, 1996, p. 57), para principios del siglo xvi Coyoacán encabezaba un territorio que se extendía por el norte hasta Tacubaya y por el sur hasta Tlalpan, abarcando el área montañosa del Ajusco y la Sierra de las Cruces. Desde hace ya varios años, la Dirección de Salvamento Arqueológico del inah ha llevado a cabo diversos estudios en la zona, en cumplimiento de su deber legal en torno a la protección del patrimonio arqueológico, el cual ha sido puesto en riesgo por obras de infraestructura. A partir de esos trabajos de protección, se ha obtenido información acerca de la historia de las poblaciones que habitaron el lugar durante la época prehispánica. El centro de Coyoacán Desde principios del siglo pasado se tenían noticias del hallazgo de objetos arqueológicos relevantes en el centro de Coyoacán, entre ellos un aro para juego de pelota que se encuentra hoy día en la casa de la Cultura Jesús Reyes Heroles. Además, José L. Cossío (1942, pp. 7-15) había advertido la posible existencia de un montículo arqueológico bajo la llamada Casa del Cerrito, ubicada sobre la calle de Allende. Sin embargo, fue hasta la década de los ochenta que comienzan a llevarse a cabo intervenciones arqueológicas controladas en diversos puntos del área, a partir de las cuales se han descubierto numerosos vestigios arqueológicos prehispánicos cuya cronología abarca del periodo Clásico al Azteca Tardío. El barrio de la Inmaculada Concepción Los restos arqueológicos más antiguos hasta ahora registrados se encontraron en el barrio de la Inmaculada Concepción, en lo que fue la fábrica de papel de Coyoacán. Se trata de los vestigios de una probable unidad residencial del periodo Clásico (fases Tlamimilolpa, 200 d.C.-350 d.C, y Xolalpan, 350 d.C.-550 d.C.) con tres entierros humanos. El conjunto estaba muy destruido debido a la reutilización del espacio en épocas posteriores, pero de acuerdo con los registros realizados se hallaba sobre una nivelación cuyas características parecen indicar que se trataba de un tlatel, es decir, un relleno artificial con el fin de ganarle terreno al lago (Cabrera, 2007). En la zona se descubrieron también contextos arqueológicos del Epiclásico (600/650-950 d.C.) y Posclásico Temprano (950-1150 d.C.). En el primer caso, destaca un complejo arquitectónico (ubicado en el cuadrante noreste de la Plaza de la Conchita) conformado por dos plataformas bajas que cierran los lados oriente y sur de una plaza. Los edificios fueron hechos con un núcleo de bloques de arcilla y piedras, revestido con grandes lajas de basalto vesicular y un aplanado de estuco que parece haber estado pintado de rojo. El conjunto desplanta de un extenso relleno de nivelación formado por bloques cuadrangulares de arcilla y arena. En estos contextos se han encontrado materiales cerámicos de la tradición Coyotlatelco, característica de la época. En la antigua fábrica de papel de Coyoacán se encontró lo que parece ser una unidad residencial del Posclásico Temprano, con muros de basalto y pisos de gravilla. Aquí se recuperó un entierro cuya ofrenda estaba conformada por vasijas de la tradición Mazapa (Cabrera, 2007). Asimismo, en la Plaza de la Conchita se localizaron los restos muy destruidos de una plataforma hecha con rocas de basalto y núcleo de tierra y ceniza. Hay también pisos de lodo cocido que al parecer cubren un área relativamente grande, que se extiende hacia la calle de Fernández Leal. En este lugar se encontró un entierro más, en posición sedente, que tenía como ofrenda una vasija trípode del tipo Macana Rojo sobre Café, típico del periodo. Cabe señalar que los contextos descritos forman parte de un asentamiento que se extiende al menos hasta la antigua fábrica de papel de Coyoacán por el oriente, la avenida Hidalgo por el norte y la calle Tepalcatitla por el sur. Por otro lado, al suroriente del barrio se han encontrado también restos de elementos hidráulicos, específicamente canales. El mayor tiene una longitud de al menos 50 m y corre paralelo al borde norte de la calle Tepalcatitla, tramo del antiguo camino que unía el centro de Coyoacán con la calzada-dique de Culhuacán. Este sistema hidráulico estaba probablemente asociado con alguno de los manantiales de la zona y hay evidencias de que estaba en uso desde el Epiclásico. Juan Cervantes Rosado. Arqueólogo. Investigador de la Dirección de Salvamento Arqueológico del inah. Coordinador del Proyecto de Rescate Arqueológico en el Templo de la Inmaculada Concepción, Coyoacán. María de la Luz Moreno Cabrera. Arqueóloga. Investigadora de la Dirección de Salvamento Arqueológico del inah. Coordinadora del Proyecto de Rescate Arqueológico en el Templo de la Inmaculada Concepción, Coyoacán. Alejandro Meraz Moreno. Arqueólogo. Investigador de la Dirección de Salvamento Arqueológico del inah. Colabora en el Proyecto Catálogos y Muestrarios de la Dirección de Salvamento Arqueológico. Cervantes Rosado, Juan, María de la Luz Moreno Cabrera, y, Alejandro Meraz Moreno, “Evidencias arqueológicas en el centro de Coyoacán”, Arqueología Mexicana núm. 129, pp. 43-48.

La fundación de México-Tenochtitlan. Consideraciones “crono-lógicas”

Patrick Johansson K. La fecha 2 casa, 1325 en la cronología cristiana, ha sido considerada como la fecha fundacional de México-Tenochtitlan en las fuentes del siglo xvi y nunca ha sido cuestionada. Sin embargo, si consideramos tanto los esquemas narrativos mitológicos como la cronología mítico-histórica, esta fecha parece corresponder a la hierofanía lunar del tunal sin el águila solar. La entronización del primer gobernante de México-Tenochtitlan y los fundamentos del régimen sedentario correspondiente, fueron el resultado de una gesta mítico-histórica que se inició en Aztlan y culminó con la aparición prodigiosa de un tunal sobre el cual se posó un águila. Enraizado en el fondo lodoso del lago, el tunal se arraiga también en una historia remota, en un linaje antiguo. El águila sobre el tunal (fig. 1), axis mundi del universo mexica, cuya imagen fue grabada en piedra, pintada en libros pictográficos, y ha figurado en el centro del lábaro patrio desde Iturbide hasta nuestros días, es emblemático de la nación mexicana. En el curso de la historia, la imagen adquirió un significado alegórico como escudo nacional (con la atribución de nuevos significados) perdiendo asimismo una parte sustancial de su simbología. Antes de que se “fosilizara” como alegoría, la imagen expresaba, sobre un eje vertical, una relación compleja entre un tunal telúrico-nocturno y un águila ígnea-solar (además de la serpiente que se menciona y pinta en algunas fuentes) (fig. 2), relación “edificante” en términos fundacionales. Ahora bien, este binomio y la movilidad mitológica de la relación que vincula sus entes constitutivos, parecen haber sido percibidos como una unidad indivisa en la mayoría de las fuentes verbales y pictográficas que refieren el acontecimiento. Sin embargo, un análisis minucioso de dichas fuentes (y de otras) sugiere que la hierofanía del tunal no coincidió con el descenso también hierofánico del águila, y que una distinción “crono-lógica” entre dos momentos sea imprescindible para una justa apreciación del portento y de las peripecias fundacionales que lo enmarcan. El águila sobre el tunal Como lo expresan las fuentes orales y pictográficas indígenas, así como las crónicas manuscritas redactadas por indígenas o españoles, el prodigio que consagró la fundación de México-Tenochtitlan fue el portento, proféticamente anunciado por Huitzilopochtli, de un águila posada sobre un tunal (figs. 1, 2). Dicho suceso fundacional se produjo, según la glosa alfabética correspondiente a la primera lámina del Códice Mendocino, “el año de mil trescientos y veinte y cuatro años después de la venida de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (f. 1), es decir el año 1 técpatl, “1 pedernal”, de la cuenta indígena. Otras fuentes, como la Crónica Mexicayotl (p. 69), aducen el año 1325 (2 calli, “2 casa”) como fecha fundacional. De hecho, ambas fechas remiten a lo mismo: constituyen un binomio calendárico, una verdadera bisagra cardino-temporal mediante la cual se articulan los acontecimientos referidos. En cambio, el Códice Aubin, si bien describe el fenómeno en los mismos términos (con el detalle suplementario de una ilustración en la que se observa al águila con una serpiente en el pico), lo sitúa en los años 1 ácatl/2 técpatl, “1 caña/1 pedernal”, fechas distintas en términos simbológicos y cronológicos, las cuales corresponden a los años 1363/1364 del calendario cristiano. Ahora bien, cualesquiera que sean las fechas atribuidas al portento, el hecho de que el águila “hiciera su morada” sobre el tunal indica que los mexicas ya habían encontrado el lugar de su asentamiento definitivo, lugar donde se manifestaba la unión entrañable de la tierra y el cielo, del agua y el fuego, de la Luna y el Sol, y donde, en última instancia, el Sol habría de imperar. Las variantes que representan la misma imagen con un hormiguero (azcapotzalli) al pie del tunal, una serpiente en el pico del águila, o pequeñas aves en sus garras refuerzan las polaridades simbólicas antes mencionadas. 1 técpatl/2 calli (1324/1325). En el comienzo era el tunal... Si bien el tunal y el águila figuran de manera simultánea en el emblema fundacional, la aparición del cacto antecedió, lógica y mitológicamente, el descenso del rapaz. En el comienzo era el tunal…, podríamos decir parafraseando un conocido versículo bíblico. En efecto, cabe la posibilidad de que la hierofanía del primero hubiese sido fundacional por sí sola, sin que un águila tuviera que posarse en él. Es factible también que el descenso del águila fuera la segunda secuencia de una fundación en dos tiempos. Asimismo, podría haber sido el resultado de una restructuración posterior del mito para que correspondiera a determinismos históricos distintos, cuando los mexicas y su águila solar dominaban ya el área. Cualquiera que sea el caso, el tunal es primero y es preciso por tanto recordar cómo se gestó en un contexto mítico. El corazón sacrificado de Cópil La semilla mitológica del tunal la constituye el corazón de Cópil, el hijo de Malinalxóchitl, hermana de Huitzilopochtli y personificación de la Luna. En una de las variantes de la Peregrinación contenida en la Crónica Mexicayotl (p. 41), Huitzilopochtli aprovecha el sueño de su hermana para abandonarla en Malinalco. Este agravio suscita la ira de su hijo Cópil, quien decide matar a su tío y así vengar a su madre. Según esta misma fuente, Huitzilopochtli derrota a su sobrino (fig. 3), lo decapita y le extrae el corazón. La cabeza cercenada es colocada en el monte Tepetzinco. En cuanto al corazón, el ayo del dios, Cuauhtlequetzqui, lo lleva corriendo hacia un lugar del lago donde está la piedra en la que Quetzalcóatl se sentó en su viaje a Tlillan, Tlapallan. Allí se yergue sobre la piedra y arroja con violencia el corazón de Cópil en el agua, entre juncos y carrizos. Del corazón sacrificado de Cópil brotará el tunal, tenochtli, axis mundi del futuro asentamiento mexica. En términos iconográficos, es interesante observar que la piedra del tunal con su veta central tiene la forma de dos corazones (figs. 1 y 4), lo que recuerda indudablemente lo acontecido en este lugar. Como consecuencia del sacrificio de Cópil, según el Códice Mexicanus (fig. 4), los migrantes mexicas se topan con el tunal en el año 2 calli, “2 casa” (1325), y, como lo expresa la imagen, hasta ese momento el águila no se ha posado sobre él. De acuerdo con lo anterior, tendríamos que imaginar la lámina 1 del Códice Mendocino sin el águila sobre el tunal. El año 2 calli, “2 casa”, con el que inicia el marco calendárico que circunda la isla correspondería a la hierofanía del tunal en 1325, y a una etapa anterior a la culminación fundacional que representa la imagen del águila posada en él. En esta fecha, los mexicas habrían penetrado en el territorio “cerca del tunal”, tenochtitlan en náhuatl, e iniciado una micro peregrinación, visualmente aprehensible mediante el cerco de los años. De hecho, si consideramos el discurso compositivo de la lámina 1 del Códice Mendocino, la fecha 1 pedernal (1324) parece corresponder a la hierofanía del tunal, en el centro de la lámina, mientras que en el año 2 casa comienza la última parte del recorrido, en torno al tunal como un axis mundi. Esta última fase termina en el año 13 ácatl, “13 caña”, víspera de la entronización del primer tlahtoani de México-Tenochtitlan: Acamapichtli, en 1 pedernal, es decir 52 años después de la aparición del tunal. Si consideramos la aparición del tunal sin el águila, ocurrida en el año 1 pedernal (1324) o 2 casa (1325) como fecha fundacional (lo que hicieron muchas fuentes), esto implica que los mexicas se situaban entonces bajo la égida mítico-religiosa de la Luna. En efecto, el tenochtli, nacido del corazón sacrificado de Cópil, es selénico por definición. Este hecho justificaría el gentilicio “mexica”, el cual remite al astro nocturno, cualquiera que sea la filiación etimológica de la palabra (meztli, “luna”, o metl, “maguey”). Ahora bien, ¿a qué etapa de la peregrinación corresponde el portento selénico? Patrick Johansson K. Doctor en letras por la Universidad de París (Sorbona). Investigador del Instituto de Investigaciones Históricas y profesor de literaturas prehispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras, ambos de la unam. Johansson K., Patrick, “La fundación de México-Tenochtitlan. Consideraciones ‘crono-lógicas’”, Arqueología Mexicana núm. 135, pp.

Erotismo y sexualidad entre los huastecos

Patrick Johansson Considerados por los conquistadores como el pueblo "de peores costumbres de todas las provincias de la Nueva España", los huastecos de la región de Pánuco tenían fama de libidinosos, concupiscentes y crueles. Sin embargo, el análisis cuidadoso de las manifestaciones de su erotismo revela el carácter ritual de prácticas profundamente arraigadas en la naturaleza del hombre. En tiempos prehispánicos, la sexualidad culturalmente exacerbada y formalizada tenía una importancia vital. Contenida por diques socio-éticos que las leyes y la moral vigentes establecían para la vida cotidiana, era ritualmente canalizada para lograr efectos mágico-religiosos o se desparramaba más espontáneamente en espacios y momentos socialmente definidos. Numerosas son las culturas mesoamericanas cuyas manifestaciones artísticas revelan un verdadero culto a distintas partes erógenas del cuerpo. Entre las distintas etnias en las que la sexualidad fue culturalmente manifiesta destaca la huasteca, cuyos aparentes "excesos" fueron denunciados tanto por los conquistadores como por algunos pueblos indígenas del Centro de México, quizá influidos en su juicio por los españoles. La mala fama 
de los huastecos Como en otros aspectos de las culturas mesoamericanas, la visión de los conquistadores y la interpretación de los hechos que ven (o creen ver) están distorsionados por una mala percepción y por la incomprensión. Bernal Díaz del Castillo expresa en estos términos lo que le contaron sus compañeros y algunos informantes indígenas: Eran todos sométicos, en especial los que vivían en la costa y tierra caliente. [...] tenían excesos carnales hijos con madres y hermanos con hermanas y tíos con sobrinas, halláronse muchos que tenían este vicio de esta torpedad; pues de borrachos no les sé decir de tantas suciedades que entre ellos pasaban (Díaz del Castillo, t. III, p. 230). En cuanto a las fuentes en náhuatl, señalan lo siguiente: In imitlacauhca in cuexteca: in oquichtin amo momaxtlatiaya, mazo nelihui in cenca onca cuachtli (Códice Florentino, lib. X, cap. 29).
 "El defecto de los huastecos (es) que los hombres no llevan taparrabo aunque en verdad (entre ellos) hay muchas mantas". La desnudez es otro "defecto" que fustigan los informantes nahuas (probablemente mexicas) de Sahagún. Sin embargo, tanto las "suciedades" de las que habla Díaz del Castillo como el mencionado defecto se inscriben en una lógica de comportamiento socio-religioso. La desnudez de los hombres y el culto al falo Si bien el hecho de andar sin taparrabo podría haberse debido al clima tórrido de la región Huasteca, la persistencia de esta costumbre en una cultura tan elaborada y que contaba con tejidos finos tiene que radicar en una convicción socio-religiosa. El falo, agente de la fecundidad masculina, a la vez que remite, como fuera un arma, a la virilidad de quien lo ostenta, suscita una sexualidad que sale del ámbito propiamente anatómico biológico para aplicarse a la fecundación de la tierra y la subsecuente germinación de las plantas, en particular del maíz. Un ejemplo arquetípico del valor mítico-ritual de la desnudez masculina lo constituye la conocida gesta del Tohuenyo (el huasteco) que andaba desnudo en el mercado de Tula, vendiendo chiles Códice Florentino, lib. III, cap. 5). Al ver su miembro viril que "colgaba" (tlapilotica), la hija del tlahtoani tolteca Huémac se "enamoró", por lo que obligaron al Tohuenyo a casarse con ella. No podemos extendernos aquí sobre la narratividad específica de mito, marco vital, definido por criterios religiosos. En efecto, la ingestión de pulque y la subsecuente ebriedad de los huastecos tenían un carácter sacro asociado a la fecundidad, las cosechas y, más generalmente, a la Luna. La ebriedad física y la ebriedad espiritual consecuentes a un estado alterado de conciencia propiciaban un regressus ad uterum, a un mundo de potencialidades genésicas. Fue la embriaguez de un cierto Cuextécatl la que hizo que se desnudara. Después de haber ingerido cuatro raciones de pulque pidió una quinta: "la libación", la cual según el mito provocó su embriaguez y el hecho de que se quitara el máxtlatl, taparrabo: Ic macuilli in quic, ic huel ihuintic huel xocomic, aocmo quima in quenin nen. Auh oncan teixpan quitlaz in imaxtli.
(Códice Florentino, lib. X, cap. 29) "Entonces bebió una quinta (ración), con esto se embriagó, estaba borracho, ya no sabía cómo andaba. Y allí, frente a la gente, arrojó el taparrabo". Es probable que los huastecos ingirieran pulque de manera más frecuente que otros pueblos de la región, lo que quizá les valió la fama de "borrachos", pero es indudable que la euforia con valor sacro que provocaba dicha ingestión, así como los paradigmas religiosos asociados, explican este comportamiento. Además, si atendemos al testimonio de Bernal Díaz del Castillo, los huastecos "se embudaban por el sieso con sus cañutos, se henchían los vientres de vino de lo que entre ellos se hacía, como cuando entre nosotros se echa medicina" (Díaz del Castillo, t. III, p. 230). Por extraña que parezca, esta ingestión insólita de pulque por el ano muestra el carácter ritual del hecho, aun cuando haya generado un placer físico. Sexo y decapitación Otra particularidad cultural de los huastecos es el hecho de que decapitaban a sus prisioneros (Códice Florentino, lib. X, cap. 29), lo que permitió a Bernal Díaz del Castillo y a otros conquistadores afirmar que eran "crueles". Este ritual de decapitación podría haber significado la obtención de un trofeo, pero es más probable que haya constituido una práctica religiosa-sexual destinada a propiciar la fertilidad. En el caso específico de la Huasteca, como en algunas otras culturas, el dios murciélago, tzinácatl, es el dios cercenador de cabezas, dios que decapita y que, según un mito, mordió las partes genitales de Xochiquétzal, y después de haberlas llevado al Mictlan para que las lavaran, determinó, en última instancia, la creación de las flores (Códice Magliabechiano, lám. 61v). El murciélago, a su vez, había nacido de la fecundación de una piedra por el semen producido por una masturbación de Quetzalcóatl. Si asumimos, como es probable, que existe una filiación directa entre las culturas tolteca y huasteca, este mito aparentemente de origen tolteca podría confirmar la relación que se establece entre la decapitación y la fecundación en la Huasteca. El incesto Si bien no existen fuentes genuinamente huastecas que fundamenten el hecho entre los pueblos del mismo nombre, la gesta de Quetzalcóatl contiene esquemas mitológicos que no dejan lugar a duda al respecto. Es probable, sin que lo podamos comprobar en el contexto de este artículo, que el rey-dios tolteca Quetzalcóatl haya heredado rasgos mitológicos del rey huasteco Cuextécatl, si no es que se trata de una evolución mítico-histórica directa, por lo que la inferencia resulta válida. En una versión de esta gesta, Quetzalcóatl se embriaga con su hermana Quetzalpétlatl y tiene un ayuntamiento incestuoso con ella (Anales de Cuauhtitlan, f. 6). Esta hierogamia (matrimonio -unión- sagrado) entre un ente helíaco y otro selénico, es decir entre el Sol y la Luna, podría haber suscitado rituales afines entre los toltecas y más aún entre los huastecos, cuyo modelo cultural siguieron los primeros. La supuesta homosexualidad Aun cuando muchas fuentes evocan severos castigos para "culpables" de actos homosexuales, todo parece indicar que se debe relativizar una información recopilada bajo la égida de una cultura cristiana que fustigaba estos hechos. Como otros pueblos de es probable que los huastecos realizaran actos homosexuales esencialmente en contextos rituales, si bien, como en el caso del pulque, estas prácticas salieran a veces del ámbito ceremonial para efectuarse en contextos profanos. En la fiesta mexica de ochpaniztli, fiesta del "barrimiento", durante la cual la diosa madre Toci era fecundada por sus huastecos para que diera a luz al maíz Cintéotl, dichos huastecos bailaban en torno a ella con falos (de papel) erguidos. Ahora bien, en este ritual, la diosa Toci era encarnada por un "mancebo robusto" revestido con la piel de una mujer desollada, que había representado a la diosa durante el sacrificio. Esta ambigüedad erótico-ritual conciliaba lo heterosexual y lo homosexual a un nivel litúrgico mientras generaba quizá la risa a otro nivel más prosaico. Una glosa en castellano que acompaña la imagen de esta ceremonia en el Códice Borbónico sugiere que se realizaba por lo menos la representación mimética de un acto sexual: "Estos son los papas putos que no salían del templo". Estos "papas", agentes de una fecundación ritual, eran huastecos, o quizás mexicas disfrazados de huastecos. Patrick Johansson. Doctor en letras por la Universidad de París (Sorbona). Investigador del Instituto de Investigaciones Históricas y profesor de la licenciatura náhuatl en la Facultad de Filosofía y Letras, ambos en la UNAM. Johansson, Patrick, “Erotismo y sexualidad entre los huastecos”, Arqueología Mexicana núm. 79, pp. 58-64.

La pintura mural y su conservación

Diana Magaloni Kerpel La misión del conservador no es solamente hacer posible que la pintura vuelva a lucir como en sus mejores días, y mantenerla para la posteridad, sino también investigar los materiales, los conocimientos científicos, técnicos y artísticos que la hicieron posible. La pintura mural: un legado de sabiduría material y artística La pintura mural se define siempre en relación con la arquitectura porque habita el espacio. Es un arte que impone a sus creadores grandes desafíos. Por una parte, los muros deben transformarse en superficies aptas para recibir la pintura; por otra, el espacio mismo cambia con las representaciones. Los creadores de pinturas murales son artistas del espacio y de lo pictórico, además de grandes técnicos, ya que las representaciones deben permanecer en el espacio a través del tiempo. La tradición muralista, interior y exterior, es uno de los artes más emblemáticos de las culturas mesoamericanas. La de Mesoamérica, junto con Egipto, Roma, India y posteriormente el arte renacentista italiano, es una de las culturas que más han aportado al arte mural universal. A diferencia del arte rupestre, en donde los pigmentos se esparcen sobre la roca misma, la pintura mural implica la construcción de muros y aplanados que reciben el color. La pintura mural implica la acumulación de conocimientos avanzados sobre el mundo natural y su transformación, sobre las habilidades de crear formas y símbolos que sintetizan la realidad y que la explican. Las pinturas, por su enorme complejidad, son producto de grupos de especialistas y la expresión de una sociedad organizada mediante jerarquías en el saber y en el hacer, que se forman y perfeccionan con el tiempo. Cuando hablamos de conservar la pintura mural prehispánica debemos tener presente el inconmensurable valor de este legado. En cada centímetro de pintura podemos encontrar la profundidad del pasado y de los saberes y voluntades que hicieron posible que esa representación llegue hasta nosotros. Conservar es también revelar este valor en el presente. De ahí que la misión del conservador no es solamente hacer posible que la pintura vuelva a lucir como en sus mejores días, y mantenerla para la posteridad, sino también investigar los materiales, los conocimientos científicos, técnicos y artísticos que la hicieron posible. Toda intervención de conservación debe, en principio, respetar la integridad material, técnica y estética de la obra a tratar. Es esta premisa la que hoy en día guía la investigación científica de métodos y materiales para la intervención y la que soporta el Proyecto Nacional de Conservación de Pintura Mural Prehispánica llevado a cabo por la Coordinación Nacional de Conservación del Patrimonio Cultural del inah, en colaboración con el Consorcio para el Desarrollo de Superficies de Grande Interfase (CSGI) de la Universidad de Florencia, el Proyecto Pintura Mural Prehispánica en México del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, y la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía del INAH. Magaloni Kerpel, Diana, “La pintura mural y su conservación”, Arqueología Mexicana núm. 108, pp. 33-37. • Diana Magaloni Kerpel. Doctora en historia del arte por la Universidad de Yale. Directora del Museo Nacional de Antropología e investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.

El simbolismo del jaguar en el suroeste de Mesoamérica

Javier Urcid Serrano Las cualidades naturales de los felinos salvajes como predadores poderosos y furtivos inspiraron en las sociedades mesoamericanas la creación de una simbología que resaltaba, metafóricamente, el poder político hereditario, la transformación de los gobernantes en sus naguales y su oficio como sacrificadores supremos. El jaguar en la imaginación cultural El uso de la imaginería del jaguar o de sus partes anatómicas en la producción de la cultura material tiene raíces históricas muy profundas en Mesoamérica, y sin lugar a dudas confirió una multiplicidad de significados que se transmitían en formas y contextos diversos. Partiendo de un modelo natural, el felino fue transformado cognoscitivamente en enunciados culturales y entretejido con la ideología política y la religión. Como parte de una estrategia de legitimación, el simbolismo del felino estuvo inextricablemente asociado a nociones sobre la gobernación hereditaria, la guerra y el sacrificio humano. Incluso en las historias mesoamericanas sobre los orígenes se incorporaron metáforas que involucran al jaguar como una expresión simbólica del poder aristocrático. Además, se ha argumentado que en ciertas sociedades igualitarias el prestigio derivado de la asociación entre felinos salvajes y el chamanismo sirvió como modelo para el desarrollo en las sociedades jerárquicas de gobiernos divinizados. El jaguar también figuró prominentemente en las artes mánticas y en las concepciones sobre la identidad dual del individuo y su animal protector, así como en la creencia sobre la transformación del cuerpo por parte de ciertos individuos con características especiales como un preludio para establecer la comunicación con los ancestros o con entes sobrenaturales. La disolución del poder de las elites nativas después de la conquista española modificó radicalmente las concepciones sobre las relaciones entre humanos y jaguares y en consecuencia alteró el uso de la imaginería felina. No obstante, hoy en día persisten hilos de continuidad en ciertas prácticas culturales, incluyendo la recreación de historias heroicas y de orígenes, o la creencia en la tona y el nagualismo. Esas continuidades han sido ampliamente registradas en la etnografía de Guerrero, Oaxaca y Chiapas. La imagen del jaguar en el suroeste de Mesoamérica fue común; se representó a los felinos en poses antropomorfas o zoomorfas o en figuras humanas con atributos de jaguar. En la primera modalidad es imposible determinar el género de los personajes, pero la sobreposición de características humanas y felinas en la segunda modalidad permite en ocasiones hacer identificaciones genéricas. Aunque hay evidencia de que en las antiguas sociedades mesoamericanas la mujer llegó a ocupar cargos políticos de gran importancia, datos procedentes de códices, lienzos y documentación europea (litigios, censos y diccionarios) hacen evidente que en cuestiones de herencia y sucesión de cargos había una preferencia hacia la línea paterna. Las modalidades de representación gráfica mencionadas indican que en ciertas ocasiones los soberanos se vestían con la piel de gatos grandes, y en vista de la distribución natural de estos animales en Mesoamérica, los candidatos más obvios debieron ser el Felis y la Panthera onca. Al igual que en Teotihuacan, estado de México, o en Copán, Honduras, las elites del suroeste de Mesoamérica sacrificaron jaguares y depositaron sus cadáveres en ofrendas que quedaban selladas bajo elementos arquitectónicos. Por ejemplo, las excavaciones del “adoratorio” al centro del Patio Hundido de la Plataforma Norte en Monte Albán -la sede material del poder político en la urbe zapoteca- dejaron al descubierto una ofrenda que incluía los esqueletos articulados de un jaguar y un águila. Aunque las elites gobernantes seguramente se abastecieron de felinos vivos mediante el intercambio interregional, es también probable que la nobleza organizara expediciones de caza para así incrementar y mantener su prestigio social. Representaciones procedentes de varias regiones de Oaxaca dejan entrever que las cabezas y las pieles de los felinos también fungían como símbolos en los tocados. En ocasiones los huesos largos se grababan con escenas narrativas y se usaban como cetros. Los colmillos y las garras servían para hacer adornos personales, y con las pieles que no se utilizaban para vestir se forraban banquillos y tronos. A los alfareros se les comisionaba la manufactura de vasos especiales en forma de pata de jaguar. En los Valles Centrales de Oaxaca la presencia de vasos pares -uno con el signo 1 jaguar y el otro con el signo 2 maíz- sugiere que estos recipientes aluden a una pareja primordial. Todos estos aspectos de la cultura material debieron usarse en situaciones diversas, pero invariablemente representaron insignias de alto estatus, gobierno, milicia y de la ideología que las apoyaba. Los felinos y las dinastías reales de Monte Albán A pesar de que las antiguas elites zapotecas de los Valles Centrales de Oaxaca hicieron uso de la escritura para dejar testimonio de numerosos lazos genealógicos, y de que Monte Albán ha provisto la mayoría de las inscripciones hasta ahora conocidas, poco se sabe sobre la identidad de los gobernantes que mantuvieron el poder político durante la larga historia de la ciudad. Pero partiendo del postulado de que la imaginería del felino fue un símbolo de las elites regidoras, la abundancia de personajes representados como jaguares y acompañados por sus nombres calendáricos permite hacer varias identificaciones. Además, una clasificación estilística de los monumentos en que aparecen las representaciones facilita el esbozo de una posible secuencia de los gobernantes de la gran urbe. Por ahora no es posible trazar sus relaciones de parentesco ni determinar cómo se transmitía el poder político de un gobernante a otro. No obstante para el lapso que va de 400 a 800 d.C. se tiene evidencia de al menos 10 gobernantes que financiaron su representación en monumentos de piedra. Entre los más destacados hubo un señor que se llamó 5 jaguar, quien mandó construir una estructura conmemorativa con cuatro pequeños recintos alrededor de un patio. En seis de los ocho cantos en los dinteles de la estructura se relataba su ascenso al poder y se mostraba a varios personajes secundarios presentándole vasallaje, al tiempo que también se conmemoraba la muerte de su antecesor -seguramente su padre-, quien se llamó 13 Hierba. No se sabe nada sobre el gobierno de 5 Jaguar, pero parece que le sucedió otro gobernante llamado 13 Búho, que aparentemente se hizo aún más famoso al ordenar la elaboración de uno de los programas narrativos más ambiciosos que se conocen para esa época en Monte Albán. Para elaborar este otro monumento, 13 Búho ordenó la destrucción de la estructura cuatripartita que había hecho su antecesor, reutilizó los dinteles y mandó elaborar bloques adicionales para grabar en las grandes superficies partes de lo que en conjunto parece ser la conmemoración de su entronización, con una atadura de los años, relatando sus proezas militares a lo largo de su vida y precediendo una procesión de siete cautivos que llevan los brazos y las piernas atados. Estos monolitos grabados debieron decorar al menos un lado de un gran edificio. Hasta ahora se han encontrado tres de los cuatro esquineros de la plataforma basal, así que seguramente había al menos otro bloque con la representación de un prisionero más. Entre los cautivos que se han encontrado, hay uno de gran rango que también personifica a un jaguar, con lo cual probablemente se indicaba que era un gobernante de otro señorío importante que 13 Búho proclamaba haber conquistado. No se sabe quién sucedió en el gobierno de Monte Albán al señor 13 Búho, pero es evidente que tiempo después el edificio que había levantado también fue destruido, pues los monolitos grabados fueron reutilizados eventualmente para formar las esquinas de la Plataforma Sur. Para entonces, nada en las inscripciones que habían formado parte de los monumentos conmemorativos de 5 jaguar y 13 Búho era visible, ya que las grandes piedras quedaron cubiertas por una capa de estuco. Javier Urcid Serrano. Doctor en antropología por la Universidad de Yale. Profesor asociado en el Departamento de Antropología de la Universidad de Brandeis, Boston, Massachussets. Urcid Serrano, Javier, “El simbolismo del jaguar en el suroeste de Mesoamérica”, Arqueología Mexicana núm. 72, pp. 40-45.

El diminuto Quetzalcóatl de jadeitita del Templo Mayor

Leonardo López Luján, Ricardo Sánchez Hernández, Ángel González López Hacia el año 1502 d.C., los mexicas inhumaron una suntuosa ofrenda al pie de la pirámide principal de Tenochtitlan para consagrar el lugar que ocuparía el nuevo monolito de la diosa Tlaltecuhtli. Entre los miles de dones que depositaron bajo el piso de la plaza se encontraba un bellísimo pendiente, tallado en el llamado “jade imperial”. La exploración de la ofrenda 126 Seis meses de labores ininterrumpidas y la remoción de 38 m cúbicos de rellenos constructivos fueron necesarios para alcanzar el lugar donde se encontraba sepultada la ofrenda dedicatoria del monolito de Tlaltecuhtli. Este esfuerzo se coronó en mayo de 2008 con el hallazgo de las cuatro pesadas losas de andesita que por más de cinco siglos habían cubierto este depósito ritual. Al levantarlas quedó visible una caja de 1.95 x 0.90 x 1.00 m, cuyas paredes estucadas encerraban nada menos que 12 992 objetos arqueológicos, entre artefactos y ecodatos. Era, sin discusión, la ofrenda más rica jamás descubierta en la historia de la arqueología mexica. En poco más de dos años, los integrantes del Proyecto Templo Mayor del INAH lograron documentar el conjunto y definir cuatro niveles verticales de colocación de objetos. Tras el análisis arqueológico, parece claro que los sacerdotes mexicas distribuyeron los dones de manera pautada para crear un cosmograma, es decir, un modelo a escala del universo según sus concepciones religiosas. En el fondo de la caja depositaron miles de huesos descarnados, casi todos pertenecientes a cuadrúpedos carnívoros (lobos, pumas, jaguares, linces), pero también a aves rapaces y serpientes. A continuación, cubrieron por completo ese primer nivel “esquelético” con una enorme cantidad de animales oceánicos, entre ellos conchas, caracoles y quitones; corales red, cerebro y asta de venado; erizos, estrellas, galletas y bizcochos de mar; tiburones y rémoras; peces globo y aguja; etcétera. Enseguida conformaron un tercer nivel con cuchillos de pedernal ensartados en bases de copal que emulan cerros, así como miniaturas de madera en forma de cetros, jarras y máscaras del dios de la lluvia, dardos y lanzadardos, máscaras de hombres muertos y pendientes anulares. Por último, en el cuarto y más superficial de los niveles, los sacerdotes colocaron esferas y barras de copal, una olla y un cajete de cerámica pintados de azul, un cartílago rostral de pez sierra –símbolo por excelencia de la superficie terrestre– y siete imágenes de basalto del dios del fuego que marcan los cuatro extremos cardinales y los tres puntos centrales del fogón. Un pendiente de jadeitita En este excepcional conjunto de dones sobresale una pieza diminuta de piedra verde que mide apenas 3.82 x 2.01 x 1.19 cm y pesa 14.2 g. Dos perforaciones bicónicas, una de ellas longitudinal y la otra transversal, nos señalan que originalmente cumplió la función de pendiente. Apareció en el cuadrante noreste de la caja de ofrenda, justo entre el nivel de huesos descarnados y el de animales oceánicos, bien cubierta por corales red. De acuerdo con nuestro estudio petrográfico, la pieza posee un color verde oscuro muy saturado y una textura granoblástica característica de las rocas metamórficas, lo que significa que sus cristales forman un mosaico de granos de dimensiones semejantes. Con el fin de identificar la materia prima, se aplicó la técnica no destructiva conocida como espectroscopía Raman, y se hicieron mediciones en 21 puntos diferentes. En 20 se detectó jadeíta; en tres de éstos se halló también moscovita (una mica frecuentemente asociada a la jadeíta guatemalteca), y en un punto distinto se registró glaucofana (mineral del grupo del anfíbol que también es común en las rocas con jadeíta). Esto nos llevó a la conclusión de que el pendiente se elaboró con una jadeitita (roca compuesta en más de 90% por jadeíta) del valle del río Motagua, en Guatemala, única región mesoamericana donde se han encontrado yacimientos de esta índole. Agreguemos que la pieza tenía pigmento rojo en el ojo izquierdo y que, según el análisis no destructivo de espectroscopía por dispersión de energía (EDS por sus siglas en inglés), éste era de hematita, mineral de óxido férrico muy común en la superficie terrestre. Leonardo López Luján. Doctor en arqueología por la Universidad de París y director del Proyecto Templo Mayor, INAH. Ricardo Sánchez Hernández. Ingeniero geólogo por el Instituto Politécnico Nacional y profesor-investigador de la Subdirección de Laboratorios y Apoyo Académico, INAH. Ángel González López. Estudiante del posgrado en antropología de la Universidad de California en Riverside y miembro del Proyecto Templo Mayor, INAH. López Luján, Leonardo, Ricardo Sánchez Hernández, y Ángel González López, “El diminuto Quetzalcóatl de jadeitita del Templo Mayor”, Arqueología Mexicana núm. 133, pp. 68-73.

Personajes enmascarados. El rayo, el trueno y la lluvia en Oaxaca

Javier Urcid En el complicado mosaico socio-lingüístico que conforma el suroeste de Mesoamérica, las deidades de la lluvia tenían sus propios epítetos: Dzavui en mixteco, Chjoón-maje en mazateco, Tyoo en chatino, Cociyo en zapoteco (Se escribe Cociyo, no Cocijo, para representar más fielmente la fonética del zapoteco, en el que no existe el sonido español de la j. En el siglo XVI la j se empleaba para indicar una i larga.). La etimología de estos nombres se deriva de las palabras para “nubes”, “rayo” y “lluvia”. Tan central fue el culto a la lluvia en la antigua Oaxaca que varios grupos usaban el término como gentilicio. Los vocablos “zapoteco” y “mixteco” son ya una hispanización de nombres nahuas, pero gente de la región se autodenomina bènizàa y ñuu dzavui: “la gente de las nubes”, “la gente de la lluvia”. En la primera mitad del siglo XX, Wilfrido Cruz recogió en Oaxaca un relato que evidencia la persistencia de una concepción cuatripartita del cosmos, en la cual el dios de la lluvia desempeña un papel central. El inicio del relato cuenta que: …en la cumbre de una montaña vivía desde antes del amanecer del mundo el Viejo Rayo de fuego, Cocijoguí. Era el rey y señor de todos los rayos grandes y pequeños. Al pie de su trono deslumbrante tenía bajo su custodia cuatro inmensas ollas de barro donde guardaba encerrados, en una, a las nubes; en la otra, al agua; en la tercera, al granizo, y en la cuarta, al aire. Cada una de estas ollas, a su vez, estaba vigilada por un rayo menor en forma de chintete o lagartija. El resto del relato narra cómo a petición de la gente de ese entonces, el gran relámpago revela sus proezas ordenándole primero al rayo menor, Cocijozáa, liberar las nubes, y luego a Cocijoniza desatar la lluvia, seguido del tercero, quien arrojó el hielo y el granizo. Desesperada, la gente le pidió al sol que intercediera. Así, el Viejo Rayo de Fuego le pidió al cuarto rayo menor, Cocijopí, sacar al viento de su olla para que disipara las nubes y la tormenta. Más de dos milenios antes, la elite de la antigua comunidad de San José Mogote, en los Valles Centrales de Oaxaca, dejó testimonio material del mismo relato al depositar bajo un templo construido sobre una plataforma monumental, una ofrenda que recrea el papel dador de la lluvia. En un rito primordial, un ancestro masculino que personifica a la deidad aparece en el acto de romper con el rayo la troje que contiene el maíz, y ayudado por cuatro mujeres que lo acompañan, lo diseminan a los cuatro rumbos para alimentar a los seres humanos. Así, la gran edificación en San José Mogote debió concebirse simbólicamente como el gran Cerro del Sustento. La ofrenda nos da además una pauta para comprender la concepción genérica dual de la divinidad. Se trata de una hierogamia (unión entre divinidades) en la que el papel complementario de la mujer y el hombre se trasponen al ámbito sacro. La ofrenda nos habla también de la preocupación central en la antigua ideología por mantener un equilibrio ante el portentoso devenir de la naturaleza. El éxito de una economía agraria dependía de la constante reiteración ritual, incluida la inmolación humana y de animales, para pedir la buena lluvia y alejar la tormenta y el granizo que destruye la cosecha o que enmohece y pudre el maíz. La apropiación de ese conocimiento privilegiado fue un catalizador que promovía la desigualdad social. El gobernante cargaba con la responsabilidad de interceder ante la divinidad, y sus sujetos lo tomaban como un benefactor. Urcid, Javier, “Personajes enmascarados. El rayo, el trueno y la lluvia en Oaxaca”, Arqueología Mexicana núm. 96, pp. 30-34. • Javier Urcid Serrano. Doctor en antropología por la Universidad de Yale. Profesor asociado en el Departamento de Antropología de la Universidad de Brandeis, Boston, Massachussets.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Nezahualcóyotl. Paradigma de justicia y rectitud

Clementina Battcock, Maribel Aguilar Es indiscutible que los antiguos grupos prehispánicos se rigieron por una normatividad, aunque es difícil precisar fielmente su naturaleza y el modo en que operó, pues las noticias que existen sobre ella son fragmentarias y las que nos han llegado están impregnadas o han sido filtradas por el contexto, las preocupaciones y la modalidad del registro novohispano. La figura de Nezahualcóyotl, séptimo gobernante de Tetzcoco, resalta como uno de los máximos exponentes del buen gobierno y la recta administración de la justicia. La imagen ejemplar de Nezahualcóyotl (1402-1472) responde a una construcción muy antigua, que fue enriquecida, modificada y transformada a lo largo del tiempo en códices y crónicas novohispanas, fuentes donde se cristalizaron versiones de las hazañas de este líder supremo. Si bien tales versiones no proporcionan un relato detallado de la vida del gobernante en cuestión, sí hacen énfasis en su participación en un momento político decisivo en la Cuenca de México: la hegemonía de Azcapotzalco encabezada por Tezozómoc. La intervención de Nezahualcóyotl en este contexto histórico comienza cuando las ambiciones expansionistas de su adversario Tezozómoc le arrebataron el poder de Tetzcoco, ciudad de sus antepasados (nombre castellanizado como Texcoco y cuyas posibles traducciones, según el historiador Víctor Manuel Castillo Farreras, son: Tetzco-co, “el lugar del recipiente allanado”, o Tetzco-co, “el lugar de cierta biznaga”). A partir de entonces, se vuelven fundamentales las proezas que tuvo que emprender para recuperar su lugar de origen y, una vez recobrado, las nuevas disposiciones en materia de justicia que dictó. El gobierno de Nezahualcóyotl A la trágica etapa de Nezahualcóyotl, en la que pierde el gobierno de su sede de poder, se suman otros infortunados eventos como su consecuente huida después de ver morir a su padre a manos de sus enemigos. Algunos años se mantuvo errante, reuniendo aliados para combatir a Azcapotzalco, efectiva estrategia que lo llevó a recuperar su ciudad. Es a partir de este acto que Nezahualcóyotl se vuelve gobernante legítimo y adquiere el título de chichimeca tecuhtli (señor chichimeca). Reanudar alianzas con antiguos centros vecinos, restituyéndoles a sus anteriores gobernantes, sin importar que durante la contienda contra Azcapotzalco le hayan dado la espalda, fue de las primeras acciones que realizó; tal proceder implicó para el cronista Fernando de Alva Ixtlilxóchitl –responsable de la proyección de una imagen espectacular y todapoderosa de Nezahualcóyotl, es decir, del gobernante que todo lo puede y en todo lugar está– ciertos atributos, entre los que se pueden citar la justicia de castigar con rigor las transgresiones y la capacidad de ser un hombre de gran gobierno por crear cuatro consejos y por haber llevado a los mejores artífices hasta Tetzcoco. De esta forma, Alva Ixtlilxóchitl convierte a Nezahualcóyotl en el gran hacedor: de orden, de normas, de instituciones. Es el cronista que más datos proporciona sobre el andar de este gobernante, además de ser su mayor biógrafo y panegirista del siglo XVII. Después de todo, no hay que olvidar que se trata de un cronista vinculado con la estirpe del propio Nezahualcóyotl. Ahora bien, la nueva organización propuesta por el gobernante de Tetzcoco se tornó modélica, y se proyectó en las acciones y decisiones que tomó ante las faltas cometidas por la comunidad que rigió, algunas de las cuales se relacionaron estrechamente con la traición, el adulterio, el asesinato, el robo y el consumo de bebidas embriagantes. Cabe señalar que los cronistas novohispanos, desde su lugar y tiempo, se refirieron a estas maneras de proceder como pecados que debían ser castigados, aunque con la salvedad de que tales transgresiones no estaban en detrimento de la ley del Dios cristiano, sino en contra de las normas impuestas por la sociedad prehispánica. De igual forma, las nuevas disposiciones que implementó Nezahualcóyotl se vieron reflejadas en el espacio mismo, al crear un edificio, “palacio”, que le sirvió de vivienda y donde designó una zona específica para un supuesto tribunal que resguardaba las 80 leyes que dictó (repartidas en cuatro consejos supremos), desde el que se celebraron audiencias públicas y se determinaron y confirmaron sentencias de muerte. En torno a este lugar, es relevante señalar que resulta complicado contrastarlo con los escasos restos arqueológicos que de él sobreviven. Estas acciones aproximaron a Nezahualcóyotl a un ejemplo de moralidad absoluta, deviniendo en él no sólo los atributos de justo y humilde, sino de gran gobernante. Sobre esto, el cronista de finales del siglo XVI, Juan Bautista Pomar, señaló que tras la elección de un nuevo gobernante en Tetzcoco, éste debía ayunar por cuatro días y meditar sobre la responsabilidad que adquiría y el cuidado que debía tener en el cargo de líder supremo que se le encomendaba y tenía en préstamo. Para lograr este cometido debía poner especial atención en los negocios de la guerra, el culto divino y la tierra. En consecuencia, para Pomar la práctica recurrente del ayuno, la clemencia y la justicia que Nezahualcóyotl practicó, bien hubieran podido hacer de él un gobernante cristiano; para su desdicha, tuvo el mal tino de nacer, vivir y morir poco antes de que en su reino se conociese el evangelio. No está de más afirmar que tantas virtudes habían de trasminarse forzosamente a su pueblo, ya que aunque idólatra, no estaba tan ciego ni desencaminado como otros, en la medida en la que no habían sido los tetzcocanos sino los mexicas los inventores de los diabólicos sacrificios humanos. Es digno de mencionar que para Juan Bautista Pomar, y después para Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, quizás por pertenecer a la misma casa real tetzcocana y que, quizá, se hayan conocido personalmente, los límites de acción de Nezahualcóyotl rebasaron el esquema de un gobernante modelo, encaminándolo a una concepción cercana a la divinización. Clementina Battcock. Doctora en historia por la UNAM. Investigadora de la Dirección de Estudios Históricos del INAH y miembro del Sistema Nacional Investigadores, nivel 1. Profesora en el Colegio de Historia de la FFyL de la UNAM y de la licenciatura de etnohistoria en la ENAH. Maribel Aguilar. Maestra en historia por la UNAM. Ayudante de profesor en la materia “Mesoamérica” en el Colegio de Historia de la FFyL de la UNAM. Battcock, Clementina, Maribel Aguilar, “Nezahualcóyotl. Paradigma de justicia y rectitud”, Arqueología Mexicana núm. 142, pp. 37-42.

El Altiplano Central maya, Kaminaljuyú y sus vecinos

Bárbara Arroyo En Guatemala, el Altiplano Central maya se caracteriza por tierras fértiles, abundante agua en la forma de manantiales y ríos que corren por los profundos barrancos que rodean el valle. Se han registrado cerca de 28 sitios en la zona, entre ellos Kaminaljuyú, Naranjo y Santa Isabel, que comparten características como monumentos lisos, cerámica de estilo similar y ubicación cercana a cuerpos de agua. El Altiplano Central maya se ubica en el valle central de Guatemala. Se caracteriza por tierras fértiles, abundante agua en la forma de manantiales y ríos que corren por los profundos barrancos que rodean el valle. Esto favoreció en la antigüedad la preferencia para establecerse en este lugar. Edwin Shook fue uno de los arqueólogos pioneros en realizar recorridos y excavaciones en esa zona, e identificó 28 sitios en el valle y alrededores, entre ellos Kaminaljuyú, Naranjo y Santa Isabel. Desafortunadamente, debido al crecimiento urbano, sólo se tiene información de la historia de algunos de ellos. Sin embargo, todos tuvieron monumentos lisos, cerámica de estilo similar y se asentaron cerca de cuerpos de agua en el Preclásico. Naranjo El sitio de Naranjo se ubica a sólo tres kilómetros al norte de Kaminaljuyú (fig. 1), y su ocupación tuvo lugar entre 800 y 500 a.C. A pesar de la gran densidad de su población, no fue ocupado posteriormente, a excepción de alguna actividad ritual en el Clásico Tardío. Tal situación permitió investigarlo a fondo antes del desarrollo urbanístico moderno. Se demostró que el sitio fue un importante centro regional en el Preclásico Medio, también utilizado como lugar de peregrinaje. Asimismo, se estableció que contaba con tres montículos de hasta seis metros de altura y dos plataformas, una al norte y otra al sur, orientadas 21 grados al este del norte, y limitadas en su lado este, junto al montículo principal, por un cerro natural. Tal patrón es similar al de otros sitios de la época en Mesoamérica, como Chalcatzingo, Morelos, Teopantecuanitlán, Guerrero, y Las Bocas, Puebla. El espacio entre el cerro y los edificios forma una enorme plaza que tuvo tres filas de monumentos lisos con la misma alineación que los edificios. Además, se encontró al oeste de los edificios otra línea de monumentos (fig. 1). La tradición escultórica consistió en monumentos lisos de basalto. Las fechas de radiocarbono para la colocación de los monumentos en la plaza corresponde a 750 a.C. (fig. 2a). En las excavaciones en los alrededores del centro se identificaron las casas antiguas, aunque se observó que fueron ocupadas por corto tiempo. En el sector central del sitio, en la plataforma sur, se descubrieron grandes depósitos de figurillas diversas y cerámica de estilo olmeca (fig. 2b). La diversidad de figurillas indica vínculos con sitios de la costa del Pacífico como La Blanca y Salinas La Blanca, en San Marcos, y Chiapa de Corzo, en Chiapas. Otros ejemplos tienen estilos semejantes a los de figurillas encontradas en Tres Zapotes y Chalcatzingo y otras de ellas se parecen a las de Chalchuapa. Esto, junto a la falta de enterramientos y la conformación del sitio rodeado de barrancos y manantiales, ha llevado a sugerir una función como lugar de peregrinaje en el que se colocaban figurillas traídas desde sitios lejanos. Es posible que los monumentos lisos fueran erigidos en fechas específicas del calendario. Naranjo sufre un dramático abandono cerca de 500 a.C., y es justamente en ese momento cuando empieza el primer apogeo de Kaminaljuyú, a pocos kilómetros del lugar. Bárbara Arroyo. Arqueóloga por la Universidad de San Carlos y doctora en antropología por la Vanderbilt University. Ha trabajado en la Costa del Pacífico de México, Guatemala y El Salvador y en el Altiplano Maya. Directora del Proyecto Kaminaljuyú, Dirección General del Patrimonio Cultural y Natural de Guatemala. Arroyo, Bárbara, “El Altiplano Central maya, Kaminaljuyú y sus vecinos”, Arqueología Mexicana núm. 134, pp. 50-55.

Las chías sagradas del Templo Mayor de Tenochtitlan

Aurora Montúfar López Las semillas de chía (Salvia hispanica) y chan (Hyptis suaveolens) localizadas en la ofrenda 102 del Templo Mayor de Tenochtitlan permiten conocer más sobre el uso ceremonial que se les daba, y confirmar las cualidades alimenticias y medicinales que las distinguieron en la época prehispánica. Antecedentes históricos En la Nueva España se aprovechaban, por lo menos, dos tipos de chías, una de semillas pequeñas y otra de semillas como lentejas (Hernández, 1959). Al respecto, Manuel Orozco y Berra menciona dos variedades: la chianpitzáhuac, negra, y la chianpatláhuac, blanca, de mayor tamaño. Francisco J. Santamaría (2000) sostiene que la chía fue llamada Salvia chian La Llave. El autor la quiso llamar S. nezahualia, porque Nezahualcóyotl evadió a sus perseguidores al esconderse entre una gavilla de chía, pero antes que La Llave, Linneo la había clasificado como Salvia hispanica. Las chías eran uno de los granos más importantes para la subsistencia hace cinco siglos. Hernando Alvarado Tezozómoc (1994) menciona que la chía formaba parte de los mantenimientos y habla de las reservas de chía: “...y mucha suma de cargas de cacao, chile en fardos y algodón en fardos, otros fardos de pepitas; cargas de chian tzotzol y chian delgado, chianpitzahuac, semillas de huauhtli y tlapalhuauhtli... no hay suma ni cuenta de las trojes que tenía dedicadas para el sustento de su casa y palacio”. También advierte de su entrega como recompensa, junto con otros materiales (mantas, huipiles), a petición del rey, a ciertas personas por su desempeño en la guerra, co-mo trabajadores de la piedra, mensajeros del rey y portadores de buenas noticias. Se daba asimismo a deudos de guerreros muertos en la lucha y “…le daban a la viuda de ofrenda… el que menos, daba una cesta de frijol, o chian, o una ave, o dos de las gallinas pavas zihuatotolin”. Pilar Máynez, al referirse al petlalco (sala de la casa real donde se reunían los que tenían el cargo de la cuenta de todas las trojes de los mantenimientos), relata que había trojes en que se guardaban todos los géneros de bledos y semillas de chía, huauhtli ychiantzotzol. Los mercaderes realizaban suntuosas fiestas y conseguían mucho maíz, frijol y también chianpitzaoac y chiantzotzol; todo esto lo tenían en sus trojes como provisión de lo que habían de servir para comer y beber en el convite. Sahagún (1979) habla del cuidado especial que se tenía en el tianguis; en una parte estaban ordenados los que vendían las cosas de comer: diferentes tipos de maíz y frijol “... y chían blanca y negra, y otra que llaman chiantzotzol”. Montúfar López, Aurora, “Las chías sagradas del Templo Mayor de Tenochtitlan”, Arqueología Mexicana núm. 84, pp. 82-85. • Aurora Montúfar López. Laboratorio de Paleobotánica, Subdirección de Laboratorios y Apoyo Académico, INAH.

Nicayaju, Oaxaca

Verónica Pérez Rodríguez, Laura R. Stiver-Walsh El centro del señorío, yuhuitayu, de Teposcolula o Yucundaa se encontraba en el valle y cuenca del río de Teposcolula. Más allá del valle, el yuhuitayu se extendía a zonas cercanas como los valles de Lagunas y las tierras altas de Yucunama, al norte, y el valle de Nuñu y la cuenca de Nduayaco, al sur. El yuhuitayu estaba conformado por una serie de ñuu o comunidades sujeto y abarcó aproximadamente 482 km2, dentro de los cuales se han registrado 354 asentamientos del Posclásico. A partir del número, tamaño y densidad de restos arqueológicos, se cree que tuvo una población máxima de 61 761 personas. La ciudad capital de Teposcolula o Yucundaa se distingue por su tamaño (239 ha), arquitectura y población. El ñuu de San Juan tuvo una ocupación residencial que se extendía por varios cerros y cañadas, principalmente Diquino y Nicayuju. En estos cerros hay restos de casas, terrazas y pozos troncocónicos del Posclásico. En la cima de cada cerro hay restos de montículos y plataformas que posiblemente fueron las residencias de la nobleza local o edificios cívico-ceremoniales locales. Por su tamaño y población, Diquino fue la capital local. Aunque Yucundaa fungió como ciudad capital, algunos ñuu tuvieron cierto grado de autonomía ritual y cívica. Sus líderes locales gozaron de autoridad y en sus capitales locales los habitantes pudieron participar en actividades cívico-ceremoniales. El cerro de Nicayuju tiene un aspecto escalonado debido a la construcción de terrazas. La evidencia de actividad residencial prehispánica se extiende además a otras lomas, las que presentan un patrón similar al de Nicayuju; las construcciones mayores en las cimas y las laderas están completamente escalonadas por terrazas que sirvieron como zonas residenciales, rampas de acceso y posibles espacios de cultivo y de actividad pública. Aunque el ñuu sin duda estuvo conformado por los habitantes de todas las lomas antes mencionadas, las excavaciones realizadas por Verónica Pérez Rodríguez se enfocaron en el cerro Nicayuju, por presentar un mejor estado de conservación. En las laderas norte, noreste y este las terrazas están casi intactas y miden hasta 150 m de largo y 8-12 m de ancho. En las terrazas más amplias se localizaron complejos domésticos que ocupaban el ancho total de las terrazas. Se encontraron también una serie de terrazas angostas (2-6 m de ancho) que permitían subir al cerro o llegar a zonas cívico-ceremoniales o residenciales de la clase noble. Se cree que estas terrazas angostas no sólo servían como rampas de acceso sino también como posibles áreas de cultivo y como contrafuertes para estabilizar las terrazas superiores. En Nicayuju se excavaron dos unidades domésticas del Posclásico localizadas sobre terrazas residenciales, a mitad de las laderas este y noreste. Ambas casas tuvieron patios centrales recubiertos de estuco, definidos por los cuatro lados por cuartos rectangulares de endeque (nombre local para la piedra calcárea), con pisos de estuco y fogones cuadrados alineados con piedra volcánica. El acceso a los cuartos era por el patio y la mayoría de los pisos de estuco mostraban restos de pigmento rojo. En cada casa se encontró un temazcal, constituido por un pequeño cuarto con un piso de estuco con declive o canales de drenaje, y al lado un pequeño cajón relleno de cenizas y piedra volcánica quemada y cuarteada. Las casas fueron construidas en fases, a lo largo de los años, según las posibilidades o necesidades de sus habitantes. Pérez Rodríguez, Verónica, y Laura R. Stiver-Walsh, “Nicayaju, Oaxaca”, Arqueología Mexicana núm. 90, pp. 40-41. • Verónica Pérez Rodríguez. Doctora en antropología por la Universidad de Georgia. Profesora en antropología en la Universidad del Norte de Arizona. Investiga la agricultura, terrazas y el paisaje prehispánico, histórico y contemporáneo de la Mixteca Alta. • Laura R. Stiver-Walsh. Doctora en antropología por la Universidad de Vanderbilt. Investigadora independiente que reside en Nashville, E.U.A. Ha trabajado en la región maya y en la Mixteca Alta, en especial el valle de Teposcolula.

Técnicas, métodos y estrategias agrícolas

Teresa Rojas Rabiela Mesoamérica fue el escenario privilegiado de la aparición de una agricultura compleja y milenaria basada exclusivamente en el trabajo manual. Conocer las claves ambientales, técnicas y sociales de esta actividad resulta de mucho interés porque nos permite comprender mejor el desarrollo y funcionamiento de aquellas sociedades, y así no limitarnos sólo a admirar sus logros intelectuales y arquitectónicos. Civilización y agricultura sin animales de trabajo Una característica que hace única a Mesoamérica cuando la comparamos con las demás civilizaciones del mundo antiguo, como China, Mesopotamia o Egipto, es que aquí no hubo domesticación de animales con los que sus agricultores se ayudaran en las labores del campo y el transporte, o que dieran lugar a la ganadería. Esta peculiaridad imprimió al desarrollo social y político de Mesoamérica un sello propio, que probablemente desde el principio la orientó hacia la organización de la energía humana para realizar las diversas actividades, particularmente las relacionadas con la creación de infraestructura, así como a la transformación de los paisajes. En la agricultura, el trabajo manual dio lugar a un conjunto de técnicas y de estrategias de manejo que, junto con el mejoramiento fitogenético de las especies y la intensificación del uso del suelo lograda por medio de la irrigación y del aterrazamiento, dieron lugar al aumento progresivo de la capacidad productiva. Conocemos razonablemente bien los sistemas de organización social del trabajo de la época cercana a la conquista española, que eran dirigidos por los señoríos regionales y por los estados imperiales (tarasco, mexica), pero difícilmente podremos documentarlos para épocas anteriores. Se trata de un modelo posible según el cual las sociedades mesoamericanas habrían descansado en la movilización colectiva de la energía humana, así como en la capacidad de su agricultura para producir e incrementar los excedentes necesarios para su desarrollo. Enseguida se consignan algunas “claves” de esta “agricultura sin animales”. Primera clave: la diversidad ambiental La diversidad ambiental del área mesoamericana se relaciona directamente con su carácter montañoso y con su ubicación en el límite norte de los trópicos, lo cual influye en los climas, que varían de tipos de latitudes medias a otros subtropicales y tropicales, que se reflejan a su vez en la distribución de la vegetación, los animales y los suelos. En materia de vegetación, Mesoamérica se sitúa en la intersección de dos reinos o dominios biogeográficos, lo cual permite la existencia de hasta 45 tipos diferentes de vegetación, con un 20 a 30% de endemismo (plantas que sólo se encuentran allí), de un total estimado de 30 000 especies (de acuerdo con Víctor Manuel Toledo). Rojas Rabiela, Teresa, “Técnicas, métodos y estrategias agrícolas”, Arqueología Mexicana núm. 120, pp. 48-53. • Teresa Rojas Rabiela. Etnohistoriadora, especialista en agricultura e hidráulica prehispánica y novohispana, en tecnología y organización laboral de la época de contacto y en fotografía histórica de indígenas y campesinos mexicanos. Investigadora titular del CIESAS.

Arqueología de los caminos prehispánicos y coloniales

Patricia Fournier En el México antiguo y colonial, el transporte de objetos, personas e ideas entre distintos sitios –distribuidos en vastos territorios– de relevancia económica, política y religiosa se realizaba por caminos, rutas, veredas y senderos. El estudio de esas antiguas vías de comunicación es fundamental para comprender el desarrollo social y reviste particular importancia en las investigaciones arqueológicas, por tratarse de evidencias que permiten reconstruir múltiples aspectos relacionados con la interacción cultural. Los caminos del méxico antiguo Los senderos, caminos y rutas son una expresión de la forma en que los grupos humanos organizan el espacio social a partir del geográfico; forman parte de la producción basada en el diseño y la planeación culturales, y son auténticos vehículos para el intercambio. Por esas vías se trasladaban las personas, que a su vez eran portadoras de objetos y tradiciones, de bienes y de ideas, ejes articuladores de procesos históricos. Sin duda, esas rutas tuvieron un papel activo en la vida cotidiana al conectar distintos lugares –cuya relevancia estaba determinada por el nivel de desarrollo social–, en distintas regiones y épocas. Es por ello que la complejidad de las instituciones culturales, económicas, políticas y religiosas llevó a que se formalizaran estas vías de intercambio terrestre, mediante la transformación del entorno natural. Con gran inversión de tiempo y esfuerzo, los indígenas abrieron caminos entre diferentes núcleos poblacionales, mercados y centros ceremoniales; por esos caminos transitaron viajeros, comerciantes, fieles e incluso tropas, movimientos que a menudo implicaban traslados extenuantes a larga distancia y durante periodos prolongados. Las veredas y senderos se conformaron gracias al recorrido que seguían una y otra vez los individuos, mientras que los caminos, calzadas y avenidas fueron notables obras de ingeniería, con orientaciones generalmente relacionadas con los sistemas calendáricos establecidos a partir de observaciones astronómicas, reflejo de la ideología de los pueblos prehispánicos. Los caminos virreinales El de los arrieros fue el sistema más importante de transporte durante el periodo colonial, de manera que la mayoría de las mercancías se trasladaban en recuas, a lomo de mula, aunque también en la espalda de los cargadores indígenas; el tránsito de personas se hacía en carros, carretas o a caballo. Las rutas más importantes atravesaban diversas ciudades y centros de consumo, y la ciudad de México era el punto nodal, de donde partía el llamado “camino de la plata” o “camino real de Tierra Adentro” que comunicaba a la capital con las lejanas provincias del norte de la Nueva España, pasando por los pueblos de indios, las villas, los reales de minas, las misiones, las fortificaciones, los puertos marítimos, los ranchos y las haciendas. También se trazaron caminos desde Veracruz –el principal puerto al que llegaban mercaderías europeas– y desde Acapulco, puerto de arribo de la Nao de Manila, con sus cargamentos de finos y estimados productos asiáticos. Otras regiones también contaban con vías que llevaban a la capital, como las rutas de Texas, a lo largo del Pacífico, y la de Guatemala, que atravesaba por Oaxaca. Fournier, Patricia, “Arqueología de los caminos prehispánicos y coloniales”, Arqueología Mexicana núm. 81, pp. 26-31. • Patricia Fournier. Doctora en antropología por la UNAM. Profesora del posgrado en arqueología de la ENAH. Investigadora asociada del Museo Nacional de Ciencias Naturales de la Smithsonian Institution, Washington D.C.

De vírgulas, serpientes y flores. Iconografía del olor en los códices del Centro de México

Élodie Dupey García De la misma manera que existían convenciones en Mesoamérica para representar cosas invisibles como los sonidos –los cuales, como es sabido, tomaban a menudo la forma de vírgulas–, ciertos elementos gráficos sirvieron para señalar la presencia, el origen y la naturaleza de los olores. En los códices del Posclásico Tardío y coloniales tempranos del Centro de México se encuentran dos grandes categorías de signos para transmitir información sobre el “olor”: la primera, las flores y sus partes constitutivas y, la segunda, los flujos, las volutas y las vírgulas, a veces con rasgos zoomorfos. Innumerables son las escenas de los códices en las que flujos, volutas y vírgulas adornan los objetos que los antiguos mexicanos apreciaban por su olor, en especial las flores, verdaderos símbolos de lo aromático –como se verá a continuación– en el pensamiento prehispánico. Por consiguiente, es muy probable que estos flujos, volutas y vírgulas hayan representado el perfume floral, pues ¿qué más que sus efluvios puede emanar de la corola de las flores? Los códices muestran asimismo flujos, vírgulas y volutas que emanan de ofrendas destinadas a los dioses, pues uno de los papeles principales del olor en las prácticas religiosas mesoamericanas era el de don dedicado a las deidades para obtener sus favores, agradecerles o alimentarles. Es por eso que dichos elementos gráficos aparecen encima de recipientes llenos de alimentos y bebidas, aunque también de corazones humanos, los cuales, al ser los contenedores de sangre por excelencia, constituían uno de los manjares favoritos de los dioses mesoamericanos, ávidos del líquido vital y de sus emanaciones olorosas: vapor de la sangre fresca y humo de la sangre quemada. Vírgulas que sugerían el olor brotan también de un objeto particularmente apreciado por su perfume en la antigua Mesoamérica: la bola de hule, cuya combustión generaba un humo aromático que era el deleite de los dioses. En la lámina 29 del Códice Borgia, dos volutas surgen de la “boca” de una bola de hule antropomorfa con una espiral en su centro, la cual recuerda a las que decoran las bolas de hule en los códices mayas. Si bien este motivo alude a la manera en que tales objetos eran fabricados, pudo sugerir asimismo las emanaciones aromáticas que se escapaban cuando las bolas de hule eran sometidas a la acción del fuego. Volutas zoomorfas: serpiente, jaguar y pluma de quetzal Algunas de las vírgulas y volutas que indican lo aromático presentan rasgos zoomorfos, asemejándose a serpientes o a plumas de quetzal, mientras que otras ostentan los elementos gráficos típicos del jaguar. En el caso de las volutas cuyo diseño imita la piel de este felino, es posible que hayan representado los efluvios generados por las materias que se quemaban en honor a Tláloc, en especial el hule y las flores olorosas de la planta llamada pericón en español y yauhtli en náhuatl. Tláloc mantenía, en efecto, estrechos vínculos con el jaguar, mientras que bolsas hechas de piel de jaguar o de papel pintado con el motivo de la piel de jaguar eran usadas para transportar el yauhtli durante la gran fiesta del dios de la lluvia. En otros contextos, las vírgulas que sirven para indicar olores adoptan más bien la forma de serpientes. Es el caso en la lámina 29 del Códice Laud, donde se ve una espina ensangrentada hincada en un atado de leña, del que se eleva una vírgula roja en forma de cola de serpiente. Esta parte del reptil bien pudo aludir al olor que despide la sangre al quemarse, porque las serpientes se asocian con frecuencia a las ofrendas aromáticas en los códices prehispánicos del Centro de México. Como ilustración de lo anterior, hay que mencionar la serpiente verde que asoma su cabeza fuera de la típica bolsa blanca utilizada para cargar materias odoríferas en el Códice Borbónico, así como la presencia de cuerpos completos o troncados de serpientes en imágenes que aluden a la combustión de bolas de hule y de manojos de vegetales. Otro dato que refuerza el vínculo entre la serpiente y los efluvios destinados a los dioses es que varios de los sahumadores de barro pintados en los códices prehispánicos y en manuscritos coloniales rematan con cabezas de serpientes, al igual que algunos sahumadores descubiertos en contextos arqueológicos o mencionados en la literatura del siglo xvi. Esto se debe a que en el arte prehispánico, el cuerpo de la serpiente adopta a menudo la forma de una voluta, como sucede con las emanaciones olorosas y el aire que las transporta. Debe señalarse que esta convención gráfica se mantuvo hasta la época colonial en el convento agustino de Malinalco, estado de México; el perfume de las flores que decoran las bóvedas de la planta baja del claustro se representó mediante volutas que emergen de la vegetación, y algunas de ellas exhiben el característico diseño de la serpiente en la tradición pictórica del Centro de México en el Posclásico. Finalmente, algunas de las bolas de hule pintadas en los códices están rematadas por vírgulas que por su matiz verde y su silueta ondulante se identifican con las plumas de la cola del quetzal. Ahora bien, si la pertenencia de la pluma caudal del quetzal al grupo de signos usados para denotar el aroma pudiera relacionarse con su morfología, también es probable que derivara del conocido significado de “precioso” que transmitía ese elemento gráfico. En efecto, la pluma de quetzal presentaba para los pintores de códices la ventaja de dar visibilidad al olor mediante una forma ondulante, a la vez que les permitía dar cuenta del gran valor que los antiguos mesoamericanos atribuían a las ofrendas odoríferas dirigidas a los dioses. Algo parecido sucedía con el recurso de la flor para remitir a lo aromático, pues, como veremos enseguida, además de simbolizar lo precioso en la cultura náhuatl prehispánica, el signo de la flor señalaba la presencia de toda clase de olores en los códices del México Central. La flor Las múltiples formas adoptadas por la flor conforman la segunda categoría de signos que transmitía la información del “olor” en los manuscritos prehispánicos y coloniales tempranos del Centro de México. En los códices Borgia y Cospi, el perfume intenso que se desprende de las guirnaldas y coronas de flores se plasmó mediante el añadido de una o dos flores esquemáticas sobre estos adornos. De la misma manera, los flujos, las vírgulas y las volutas que se elevan encima de las ofrendas aromáticas destinadas a los dioses podían ser sustituidos por flores. Así, una o varias flores aparecen a veces coronando los platos llenos de comida y los recipientes que contienen bebidas como el cacao, así como rematando corazones, espinas y punzones ensangrentados. En los códices tampoco faltan las bolas de hule de las que surgen flores o vírgulas floridas, ni los braseros de los que escapan humos o llamas acompañados de flores, las cuales sugieren seguramente el buen olor que transmitían esos humos. De la misma manera, algunos contenedores de materias aromáticas, como las bolsas para llevar copal –cuyas imágenes traen a la mente los efluvios destinados a los dioses–, ostentan estos calificativos florales. Como en el caso de las vírgulas en forma de pluma de quetzal, no se puede descartar que estas imágenes de flores hayan remitido a algo más que a olores. En especial, es posible que hayan simbolizado lo precioso, pues la flor encarnaba esta idea en varios aspectos de las culturas prehispánicas. Tomando en cuenta lo anterior, planteo que los pintores de manuscritos se valieron de la dimensión polisémica de la flor para sugerir simultáneamente lo precioso y lo aromático, pero también para subrayar el vínculo que, a sus ojos, existía entre ambas cualidades. Conviene insistir en el hecho de que las emanaciones odoríferas eran particularmente valoradas por ser una de las ofrendas preferidas de los dioses. Lo confirma que en algunos códices aparecen entidades zoomorfas bajando del cielo para respirar el aroma, representado por flores, que despiden los dones ofrendados. Élodie Dupey García. Investigadora del iih de la unam. Es doctora en historia de las religiones por la École Pratique des Hautes Études de París. Se especializa en la historia cultural del México prehispánico, principalmente en temas del color y del olor en la cultura náhuatl. Dupey García, Élodie, “De vírgulas, serpientes y flores. Iconografía del olor en los códices del Centro de México”, Arqueología Mexicana núm. 135, pp. 50-55.