Ernesto González Licón
La veneración a los
ancestros requería la celebración de rituales y procesiones conmemorativas. Las
ceremonias familiares establecían la relación con los antepasados: vinculaban
el pasado y el presente como un afianzamiento hacia el futuro. La realización
del ritual era una parte importante de la cosmogonía y la religión de los
pueblos, y los gobernantes eran el vínculo de comunicación entre los vivos, las
deidades ancestrales y otros dioses.
Para los zapotecos, la vida después
de la muerte estaba siempre presente en su concepción del mundo. El fallecimiento
de una persona, es decir, su desaparición del mundo de los vivos e incursión en
el de los muertos, era seguido de un ceremonial que consistía en la preparación
del cuerpo, su inhumación y su tratamiento posterior. Con la celebración de
rituales funerarios y procesiones posteriores, los vivos se reincorporaban a su
vida cotidiana sin el recién fallecido, cuya persona social era manipulada y
los roles que desempeñaba en vida eran ajustados y alterados para que pudiera
habitar en el mundo de los muertos.
El culto a los ancestros y las
procesiones a las tumbas donde reposan los muertos se han efectuado desde
tiempos muy remotos en la mayoría de las culturas del mundo. Para los
zapotecos, la vida después de la muerte se concebía como el proceso en el que
el fallecido tenía un renacimiento como ancestro venerado. La muerte representa
una ausencia, por lo que el hecho de morir se entendía también como un proceso
de transformación; así, estos ancestros se convertían en seres divinos, casi
dioses que actuaban en beneficio de sus descendientes. La tumba, construida
bajo uno de los cuartos principales de la casa que habitaban, era el umbral al
inframundo y legitimaba la línea de descendencia. Por ello, las tumbas de las
familias nobles eran cuidadas y reutilizadas con gran devoción –incluso se
repintaban sus murales–, de acuerdo con las necesidades de sus descendientes en
línea directa.
El culto o veneración a los
ancestros requería la celebración de rituales y procesiones conmemorativas. Las
ceremonias familiares establecían la relación con los antepasados: vinculaban
el pasado y el presente como un afianzamiento hacia el futuro (Rosenhagen,
1989, p. 97), lo que daba protección y aumentaba la unión del grupo familiar.
La realización del ritual era una parte importante de la cosmogonía y la
religión de los pueblos, y los gobernantes eran el vínculo de comunicación
entre los vivos, las deidades ancestrales y otros dioses; con cada ritual se
incrementaba la santidad del lugar y el trato reverencial al ancestro. Con este
tipo de rituales era posible que las personas se acercaran más a los dioses, y
también se legitimaba al gobernante. El juego de pelota, las danzas y los
sacrificios de sangre como parte del ritual tenían el objetivo de reproducir
las acciones de los dioses creadores (Foster, 2002, pp. 209, 235).
Uno de los elementos significativos
de la cosmovisión zapoteca fue el cerro o montaña sagrada, que se materializaba
en la plataforma piramidal. La cueva dentro del cerro es la entrada al
inframundo que con frecuencia se representa por la tumba. La ubicación misma de
Monte Albán, en la cima de una montaña, lo hace particularmente notorio en
cuanto a su significado; después de haber sido el centro rector zapoteco, los
mixtecos reconocieron el carácter sagrado del lugar y realizaron procesiones
allí como parte de sus rituales, los cuales transformaron el tiempo y el
espacio en sagrados. El objetivo final de estas procesiones fueron la
sacralización y la apropiación del territorio, de tal manera que representa la
legitimación de un territorio y una propiedad colectiva. El mejor ejemplo de
este proceso es el de la Tumba 7; los mixtecos reutilizaron una tumba zapoteca
y depositaron los restos de nueve personajes acompañados con ricas ofrendas.
Otro ejemplo se encuentra en el Códice Selden, en el relato
de la procesión que llevó a cabo el legendario y famoso personaje de la
historia mixteca: el señor 8 Venado, Garra de Jaguar, quien a la edad de 20
años inició una procesión al Templo de la Muerte, en Chalcatongo, donde se
podía pedir fortuna, consejo y poder a cambio de entregar el alma. En esta
procesión lo acompañó la princesa 6 Mono, de Jaltepec (hija del gobernante de
Tilantongo), quien entonces tenía sólo 10 años de edad y era deseada como
esposa por 8 Venado. Siete años después, en 1089 d.C., la misma princesa
mixteca 6 Mono realizó otra procesión y regresó al Templo de la Muerte a pedir
consejo ante la sacerdotisa Nueve Hierba para salvar su dinastía y poderse
casar con el señor 11 Viento, Jaguar Sangriento. Tan favorable fue el consejo
recibido en esa procesión, que por sus victorias militares recibió el
sobrenombre de Quechquémitl de Guerra (Jansen, 1997, p. 223).
Las tumbas pintadas
Las primeras tumbas decoradas con
pintura mural aparecieron en el Clásico Temprano o fase IIIa en la cronología
zapoteca (200-400 d.C.); aunque se aprecia una influencia teotihuacana en sus
formas, iconográficamente son zapotecas.
En las paredes de la Tumba 105 de
Monte Albán, correspondiente a las fases IIIa-IV y una de las más complejas, se
encuentran 18 personajes de ambos sexos, algunos en procesión. Destaca el
proceso de reutilización de estas tumbas por parte de los descendientes,
quienes las mandaron construir, pues se aprecian diversos retoques en la
pintura que decora sus muros. Esta tumba ha sido descrita en forma detallada y
reproducida en varias publicaciones (Caso, 1938; De la Fuente, 1997; De la
Fuente y Fahmel, 2005; Marcus, 1983; Miller, 1988, 1995). En este artículo nos
centraremos en la relación entre las procesiones y las imágenes plasmadas; las
más representativas son las de los muros laterales de la tumba (norte y sur, ya
que el fondo es hacia el este).
En la parte superior se aprecia lo
que Caso (1928) describió como “fauces celestiales” y en la parte inferior una
serie de motivos rectangulares que se refieren a algún lugar pero que al mismo
tiempo ubican a los personajes en procesión en el ámbito terrestre. Como motivo
central se ven cuatro figuras, con un hombre y una mujer de manera alternada,
que parecen salir de la tumba; en el muro norte sale primero una mujer y en el
muro sur sale primero un hombre. Además de las dos parejas por lado en estos
muros, en el resto de las paredes hay otras cinco parejas para sumar un total
de 9 (recuérdese el significado funerario de este número); la mayoría son
ancianos y frente a ellos se dibujó la vírgula de la palabra decorada, lo que
puede indicar que van cantando o recitando. Por su vestimenta, ornamentos y
tocado se han interpretado como parejas reales muy probablemente relacionadas
con el ancestro fundador del linaje (De la Fuente, 2005).
La Tumba 5 de
Suchilquitongo, Oaxaca
Esta tumba fue la quinta explorada
entre 1984 y 1985 por el arqueólogo Enrique Méndez en el sitio que inicialmente
había identificado como Huijazo, correspondiente al Clásico Tardío (fase
IIIb-IV, 700-900 d.C.). Ha sido descrita en diversas publicaciones, por lo que
remitimos al lector interesado a las fuentes: Fahmel, 2005; Franco Brizuela,
1992, 1997; Méndez, 1986, 1990; Miller, 1991, 1995. En primer lugar, destacamos
el valor extraordinario que tiene como la máxima manifestación de la
arquitectura funeraria de Oaxaca, al combinar de manera magistral escultura,
pintura mural y diseño arquitectónico para crear una casa para los muertos. En
segundo lugar sobresale el significado de la decoración de la cámara principal,
pues en ambas paredes laterales se aprecian procesiones de personajes que
parecen dirigirse al fondo de la tumba. El número 9 está relacionado con los
niveles del inframundo, y es el mismo número de escalones estucados que
conducen desde la superficie hacia el acceso a esta tumba.
La pared oeste presenta dos escenas,
divididas por una gruesa línea blanca. En la parte superior se ven diez
personajes ancianos en procesión, muy similares entre sí; llevan el mismo
tocado, compuesto por un ave de cuerpo completo y con un burdo pico
entreabierto de color verde. Al parecer, van cantando o rezando pues frente a
ellos se aprecia la vírgula de la palabra y portan en ambas manos lo que
parecen ser instrumentos musicales. Aunque van descalzos, sus atuendos y tocado
son muy elaborados, con collares y orejeras de piedra verde.
En la parte inferior de la escena se
ven ocho personajes que también van en procesión hacia el fondo de la tumba.
Los dos primeros son distintos del resto ya que llevan falda corta y portan
lanzas y bolsas de copal. Los otros seis son individuos ricamente ataviados con
vestimentas y tocados diferentes, pero lo que más llama la atención de este
grupo es que sus rostros están cubiertos por caretas como las utilizadas por
los jugadores de pelota de Dainzú, Oaxaca, que aluden al carácter sagrado,
ritual y funerario de esta práctica. Estos personajes llevan el brazo derecho
hacia atrás y portan un elemento redondo relacionado con el juego de pelota.
Los motivos decorativos en la vestimenta de por lo menos dos de ellos parecen
ser huesos, que remarcan el carácter funerario de la procesión.
La pintura del muro este también
presenta dos escenas divididas por una franja blanca. En la parte superior hay
una procesión de nueve individuos no ancianos y sin vírgula que represente la
palabra, con vestimenta semejante, aunque los dos primeros portan tocados con
la representación de un reptil y los otros siete llevan otros elementos y
muchas plumas. En el nivel inferior se aprecian ocho personajes muy parecidos a
los del muro oeste: los dos de adelante portan lanzas y los seis restantes
llevan caretas como los jugadores de pelota, con tocados muy distintos entre
sí.
Conclusión
El tema central de los murales aquí
presentados son procesiones de carácter funerario, en las que se mezclan
elementos del juego de pelota con los de tipo militar, e incluyen varias
generaciones de una misma familia dirigente. Por el significado que tenían las
tumbas, los descendientes continuaron reutilizándolas como espacios sagrados y
modificando su decoración como una forma de honrar y venerar a sus ancestros.
Para leer más…
Caso, Alfonso, Las estelas zapotecas,
Monografías del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía,
Secretaría de Educación Pública/Talleres Gráficos de la Nación, México, 1928.
––––––– , Exploraciones en Oaxaca. Quinta y
sexta temporadas 1936-1937, Instituto
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De la Fuente, Beatriz, “Imágenes diurnas,
destinos ocultos. Pintura mural en Monte Albán”, enHistoria del arte de Oaxaca.
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De la Fuente, Beatriz, y Beyer Bernd
Fahmel, La pintura mural
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Fahmel, Bernardo, “Suchilquitongo”, en en Beatriz de la Fuente y Beyer
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pintura mural prehispánica en México III. Oaxaca, vol. III, Instituto de
Investigaciones Estéticas, UNAM, México, 2005, pp. 146-214.
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Privilegio zapoteco”, en
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ENAH, 1989.
Ernesto González Licón. Arqueólogo
por la enah. Maestro en restauración de arquitectura prehispánica por la
encrym. Doctor en arqueología por la Universidad de Pittsburgh. Director de la
zona arqueológica de Monte Albán. Profesor del posgrado en arqueología de la
enah.
Tomado de González Licón, Ernesto,
“Procesiones en Oaxaca”, Arqueología
Mexicana núm. 131, pp. 42 –
45.
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