¿TEMÍAN A LA MUERTE LOS ANTIGUOS MEXICANOS?
Como todos los seres humanos, los antiguos
mexicanos experimentaban la angustia frente al misterio letal, y es
precisamente este sentimiento el que generó su respuesta cultural en todas sus
manifestaciones expresivas. Este temor, encauzado y redimido culturalmente, fue
sin embargo mal interpretado por algunos de los frailes que describieron a las
civilizaciones indígenas. Tal es el caso de fray Diego de Landa, quien escribió acerca de los mayas:
“Que esta gente tenía mucho, excesivo temor a la
muerte y lo mostraban en todos los servicios que a sus dioses hacían no eran
por otro fin ni para otra cosa sino para que les diesen salud y vida y
mantenimientos. Pero ya que venían a morir, era cosa de ver las lástimas y
llantos que por sus difuntos hacían y la tristeza grande que les causaban.
Llorábanlos de día en silencio y de noche a altos y muy dolorosos gritos que
era lástima oírlos” (Landa, 1978, pp. 58-59).
Landa confunde las intensas manifestaciones del
luto, los gritos y los llantos, los cuales tienen una función catártica, con un
miedo y una tristeza desmesurados. De hecho, una de las particularidades de los
ritos mortuorios prehispánicos es precisamente la extrema eficiencia de lo que
hoy llamamos “el trabajo de duelo”.
Por otra parte, los mitos y prácticas rituales como
el sacrificio humano muestran el profundo arraigo existencial en la muerte que
tenían las culturas indígenas de México.
Tomado de Patrick Johansson K., “La muerte en
Mesoamérica”, Arqueología Mexicana, núm. 60, pp. 46-53.
A TODA
COSTA, SALVÓ TUS COLORES
En octubre de 2006, cuando la luz del Sol bañó
por primera vez a la Tlaltecuhtli después de cinco siglos de enterramiento, lo
primero que saltó a la vista de los testigos de semejante portento fueron sus
medidas ciclópeas de 4.17 x 3.62 x 0.37 metros. Tan simple constatación la
convertía de golpe en la mayor escultura jamás hallada en las ruinas de la
antigua isla de Tenochtitlan. Al poco tiempo de su descubrimiento, sin embargo,
esta imagen de la progenitora y a la vez devoradora
de todas las criaturas según la cosmovisión nahua revelaría un hecho todavía
más asombroso: sus profundos relieves aún estaban cubiertos por una capa de
pintura tan frágil como luminosa que recordaba el gusto de los artistas mexicas
por dotar de color a sus creaciones pétreas. Tras percatarse de ello, la
restauradora Virginia Pimentel –sabedora de lo que había sucedido 28 años atrás
con el monolito de la diosa Coyolxauhqui– impidió a toda costa que su cara
superior fuera liberada súbitamente de la arcilla que la protegía de la
intemperie y que luego fuera objeto de una limpieza intempestiva.
Logró asimismo que el secado de la piedra, saturada
entonces por las aguas freáticas, se hiciera en forma gradual y controlada,
decisión que a muchos exasperó pues en el transcurso de un año la diosa dejó
admirar su figura en unas cuantas ocasiones. Para 2007, los equipos de
arqueología y conservación del Proyecto Templo Mayor entraron en escena y
decidieron trasladar el monolito a un lugar adecuado para someterlo a los consabidos
procesos de análisis, limpieza, eliminación de sales, unión de fragmentos de
reducidas dimensiones y fijado de pigmentos. Así, una vez concluida la
documentación del contexto en el que yacía la Tlaltecuhtli, se acometió el
siempre riesgoso traslado de los cuatro grandes pedazos en que estaba rota.
Esto sucedió el 5 de noviembre de ese año, cuando una grúa de brazo largo los
extrajo lentamente y los colocó en unas bases construidas ex profeso sobre el
arroyo vehicular de la calle de República Argentina, en el Centro Histórico de
la Ciudad de México. En ese mismo día se instaló encima una caseta que haría
las veces de laboratorio de campo.
La materialidad del arte
Tomado de María Barajas Rocha et al., “La piedra y
los colores de la Tlaltecuhtli”, Arqueología Mexicana, núnm 141, pp. 18-27.
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