jueves, 3 de noviembre de 2016

¿TEMÍAN A LA MUERTE LOS ANTIGUOS MEXICANOS?


Como todos los seres humanos, los antiguos mexicanos experimentaban la angustia frente al misterio letal, y es precisamente este sentimiento el que generó su respuesta cultural en todas sus manifestaciones expresivas. Este temor, encauzado y redimido culturalmente, fue sin embargo mal interpretado por algunos de los frailes que describieron a las civilizaciones indígenas. Tal es el caso de fray Diego de Landa, quien escribió acerca de los mayas:


“Que esta gente tenía mucho, excesivo temor a la muerte y lo mostraban en todos los servicios que a sus dioses hacían no eran por otro fin ni para otra cosa sino para que les diesen salud y vida y mantenimientos. Pero ya que venían a morir, era cosa de ver las lástimas y llantos que por sus difuntos hacían y la tristeza grande que les causaban. Llorábanlos de día en silencio y de noche a altos y muy dolorosos gritos que era lástima oírlos” (Landa, 1978, pp. 58-59).


Landa confunde las intensas manifestaciones del luto, los gritos y los llantos, los cuales tienen una función catártica, con un miedo y una tristeza desmesurados. De hecho, una de las particularidades de los ritos mortuorios prehispánicos es precisamente la extrema eficiencia de lo que hoy llamamos “el trabajo de duelo”.


Por otra parte, los mitos y prácticas rituales como el sacrificio humano muestran el profundo arraigo existencial en la muerte que tenían las culturas indígenas de México. 


Tomado de Patrick Johansson K., “La muerte en Mesoamérica”, Arqueología Mexicana, núm. 60, pp. 46-53.

A TODA COSTA, SALVÓ TUS COLORES 


En octubre de 2006, cuando la luz del Sol bañó por primera vez a la Tlaltecuhtli después de cinco siglos de enterramiento, lo primero que saltó a la vista de los testigos de semejante portento fueron sus medidas ciclópeas de 4.17 x 3.62 x 0.37 metros. Tan simple constatación la convertía de golpe en la mayor escultura jamás hallada en las ruinas de la antigua isla de Tenochtitlan. Al poco tiempo de su descubrimiento, sin embargo, esta imagen de la progenitora y a la vez devoradora de todas las criaturas según la cosmovisión nahua revelaría un hecho todavía más asombroso: sus profundos relieves aún estaban cubiertos por una capa de pintura tan frágil como luminosa que recordaba el gusto de los artistas mexicas por dotar de color a sus creaciones pétreas. Tras percatarse de ello, la restauradora Virginia Pimentel –sabedora de lo que había sucedido 28 años atrás con el monolito de la diosa Coyolxauhqui– impidió a toda costa que su cara superior fuera liberada súbitamente de la arcilla que la protegía de la intemperie y que luego fuera objeto de una limpieza intempestiva.


Logró asimismo que el secado de la piedra, saturada entonces por las aguas freáticas, se hiciera en forma gradual y controlada, decisión que a muchos exasperó pues en el transcurso de un año la diosa dejó admirar su figura en unas cuantas ocasiones. Para 2007, los equipos de arqueología y conservación del Proyecto Templo Mayor entraron en escena y decidieron trasladar el monolito a un lugar adecuado para someterlo a los consabidos procesos de análisis, limpieza, eliminación de sales, unión de fragmentos de reducidas dimensiones y fijado de pigmentos. Así, una vez concluida la documentación del contexto en el que yacía la Tlaltecuhtli, se acometió el siempre riesgoso traslado de los cuatro grandes pedazos en que estaba rota. Esto sucedió el 5 de noviembre de ese año, cuando una grúa de brazo largo los extrajo lentamente y los colocó en unas bases construidas ex profeso sobre el arroyo vehicular de la calle de República Argentina, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. En ese mismo día se instaló encima una caseta que haría las veces de laboratorio de campo.


La materialidad del arte


Tomado de María Barajas Rocha et al., “La piedra y los colores de la Tlaltecuhtli”, Arqueología Mexicana, núnm 141, pp. 18-27.


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