Luis González de Alba
La
fiesta popular más arraigada en México, por todo el país, es El Grito de
Independencia, a las 11 de la noche del 15 de septiembre. Es una celebración
más general que la de la Virgen de Guadalupe, superada por advocaciones
regionales de María; más nacional que cualquier fiesta religiosa porque, por
suerte, los mexicanos cada vez practican más religiones, motivo que deberá
conducirlos a concluir que, si hay tantas, todas son falsas. Pero El Grito nos
conmueve a todos, llena plazas y reúne familias frente al televisor, corren
ríos de tequila y se consumen toneladas de tacos. En los bares de todo tipo hay
fiesta mexicana, pero más clientes llevan traje de charro en los bares gays,
casi siempre con gran
éxito.
Y
bueno, (casi) todos sabemos que el sábado 15 de septiembre de 1810, a las 11 de
la noche, no ocurrió nada, absolutamente nada. El virreinato durmió
tranquilamente y en su mayor parte tuvo un plácido domingo 16. Los únicos
nerviosos fueron los conjurados de Querétaro. Pero el cura de Dolores, Miguel
Hidalgo y Costilla, no tañó la campana ni llamó “a coger gachupines” a las
estrafalarias 11 de la noche. Don Miguel, sensatamente, llamó a misa de siete o
de ocho porque era domingo y muchos rancheros llegaban de las cercanías para
cumplir el mandamiento de oír misa, y de paso ir al mercado, comprar y vender.
Una vez con el atrio lleno, el cura les pidió que fueran por palos, machetes y lo
que hallaren. Así comenzó una revuelta que duró apenas 10 meses, no se extendió
más allá del pequeño triángulo que forman Querétaro, Guadalajara y las
cercanías de la ciudad de México, pero le enajenó a Hidalgo todas las simpatías
de los independentistas a causa de su desbordado pillaje y sus crímenes contra
no combatientes.
Los
cabecillas de esa confusa asonada antes del año ya habían sido detenidos,
excomulgados (por el obispo independentista Abad y Queipo, amigo de Hidalgo),
fusilados, decapitados, y sus cabezas, la de Miguel Hidalgo señaladamente,
colgaban en jaulas de hierro en cada esquina de la Alhóndiga de Granaditas,
Guanajuato.
La
independencia no llegaría hasta 10 años después: el 27 de septiembre de 1821,
sin disparar un tiro ni derramar sangre: por un acuerdo entre el nuevo virrey,
Juan O’Donojú, y las cabezas del ejército insurgente, que también se habían
aliado por un acuerdo, una negociación, no por la derrota sangrienta de una de
las partes. Hablaron y se dieron un abrazo el rebelde Vicente Guerrero y el
enviado por el virreinato a vencerlo, Agustín de Iturbide… Sí, claro, en
Acatempan, y al acuerdo lo llamamos El abrazo de Acatempan, no la masacre, ni
el triunfo o la derrota.
¿Y El
Grito, el hecho fundacional cuyo segundo centenario nos aprestamos a celebrar
en un año más? Muy sencillo: no hubo tal. Quizá por eso mismo se nota más bien
poco entusiasmo y opiniones varias al respecto. No deja de tener el
bicentenario ese aire de fiesta a la que se asiste por obligación y sin saber
qué regalo llevar: columna, arco, torre, monumento: en la mesa de regalos nada
nos convence, quizá porque la festejada nos tiene sin cuidado.
Mal,
muy mal comienza un país que falsea su acta de nacimiento misma. ¿De dónde
sacamos, entonces, esa fiesta nacional, la más importante de México? De dos
casualidades:
1.
Porfirio Díaz cumplía años el 15 de septiembre, y por ese motivo dio en esa
fecha, durante su larga presidencia, una gran recepción nocturna en el Palacio
Nacional a la aristocracia y gente bien (a la que todavía no le daba por ser de
“izquierda”), cuerpo diplomático, alto clero y ministros. Abajo, en el Zócalo,
se organizaba una verbena popular con muchos cohetes y tacos para que también
el pueblo bueno celebrara el cumpleaños de su presidente vitalicio.
2. En
1896, Porfirio Díaz hizo llevar la vieja campana de la iglesia de Dolores,
tañida por Hidalgo para llamar a misa la mañana del 16 de septiembre, e
instalarla sobre el balcón central del Palacio Nacional. Terminada la
instalación el día 14, llegó el fandango por el cumpleaños presidencial el 15,
y Porfirio Díaz, que cada año salía a recibir la aclamación de su pueblo bueno,
tuvo la ocurrencia de repicar la campana histórica, quizá con la sola intención
de indicar que allí estaba y no se veía porque era de noche. Pero no gritó
nada, al menos nada que se recuerde.
Pues
eso es todo. Pero nuestros niños ya no saben con precisión si la independencia
de su país es el 15 de septiembre, en que van a ver cohetes y a comer churros a
la calle, o el 16, en que ven por tele el desfile militar.
Y no
es asunto menor eso de no tener certeza: “¿El 3 o el 4 de julio, el 13 o el 14
de julio?”, no son preguntas que se haga ni el más barbaján gringo o francés.
Pero un mexicano instruido puede, con razón, dudar.
Que
la costumbre de comenzar las fiestas desde la noche del 15, con salvas de
artillería y fuegos de artificio, sea anterior a Porfirio Díaz, tiene un dato,
pues fue registrada la de 1852 por el licenciado Liberato Garabato (y luego los
españoles acusan a nuestros novelistas de urdir nombres imposibles para sus
personajes). Pero Grito no hubo. La conjunción de campanazos y pasado de lista,
a grito pelón, de los héroes “que nos dieron patria”, según parece la realizó
por primera ocasión el presidente o primer jefe de la Revolución, Venustiano
Carranza.
La
independencia flotaba en el aire
Una
de las primeras propuestas serias de dar independencia a las provincias
americanas de España provino, en 1783, de un español ilustrado y audaz: Pedro
Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, quien expulsó de España a los jesuitas,
por si algo le faltara. En un informe secreto a Carlos III, el reformador rey
de España, acerca de los recién independizados Estados Unidos, los 13 estados
originales, todos sobre la costa atlántica norte, el conde de Aranda avisa al
rey con profética intuición: “Mañana será gigante, conforme vaya consolidando
su constitución y después un coloso irresistible en aquellas regiones […] La
libertad de religión, la facilidad de establecer las gentes en territorios
inmensos y las ventajas que ofrece aquel nuevo gobierno, llamarán a labradores
y artesanos de todas las naciones […] y dentro de pocos años veremos levantado
el coloso que he indicado”.
Nótese
el mundo de diferencia entre esa visión ilustrada del conde de Aranda y la
torpe, cerrada, católica, obtusa y atrabiliaria del cura Morelos en sus
retrógrados Sentimientos de la Nación, de dar vergüenza ajena: “Que
la Religión Católica sea la única, sin tolerancia de otra… Que el dogma sea
sostenido por la jerarquía de la Iglesia, que son el Papa, los Obispos y los
Curas, porque se debe arrancar toda planta que Dios no plantó”. ¿Qué habríamos
hecho si no lo matan a tiempo? Por desgracia, esos “sentimientos de la nación”
(ya había la tendencia de endilgar a la nación los prejuicios propios) siguen
guiando a nuestros diputados y senadores: somos, con Corea de Norte, el único
país del mundo que rechaza inversión en energía y no permite que se investiguen
nuevos yacimientos de petróleo donde no tenemos tecnología nacional para
hacerlo. “…que los gachupines se vayan a su tierra o con su amigo el francés
que pretende corromper nuestra religión”, parecen decir con Morelos. Se refiere
el inquisidor cura a las tropas liberales de Napoleón que llevaban por toda
Europa la ideología laica, democrática e igualitaria de la Revolución francesa.
Con
espíritu de la Ilustración y visión de estadista, Aranda le sugiere a Carlos
III la transformación de las colonias americanas en reinos independientes de
España, si bien fraternales. Es la idea sobre la que Inglaterra levantó su
comunidad de naciones que va de Canadá a Australia. Pero la monarquía española
nunca se caracterizó por su visión de largo plazo. Sólo recordemos que comenzó
por prohibir en la Nueva España los cultivos de olivo y vid impulsados por los
primeros franciscanos. Esa torpe medida fue la primera expresión de nuestro
centenario proteccionismo: en vez de alentar la economía de las colonias y así
tener un imperio de naciones ricas, tuvieron visión de abarrotero y arrasaron
plantaciones que hacían competencia, los priistas dirían “desleal”, a las
importaciones peninsulares de vino y aceite.
De
haber vivido más Carlos III o de no ser sucedido por su mediocre hijo Carlos
IV, la recomendación del conde de Aranda habría resultado en algo semejante al
sueño de Bolívar, que sueño sigue siendo: países americanos fraternos y, sobre
todo, ricos, en abierta relación de iguales con España. Ni guerras de
independencia, ni la consiguiente destrucción de la minería, agricultura y
economía general novohispana. Independencia por acuerdo con España y bajo
legislación liberal, como la impulsada por Carlos III con su libre comercio de
granos y agricultura experimental, sus límites impuestos a la iglesia católica
y cultivo de las tierras eclesiásticas “de manos muertas”, sin uso productivo.
En fin: juarismo antes de Juárez e independencia sin destrucción ni cabida para
los Morelos. Quizá desde el siglo XVIII habríamos comenzado a educar
generaciones de mexicanos en las ideas de la democracia. Así no tendríamos,
como ahora, democracia sin demócratas: nuestro peor mal.
Así
pues, la idea de la independencia duró varios decenios flotando, cocinándose
entre las clases ilustradas, más que entre el pueblo analfabeta. Las ideas de
Voltaire y Rousseau eran tema de conversación en las fiestas de la aristocracia
novohispana.
Un virrey
encabeza la independencia
El
siguiente proyecto de independencia para la Nueva España, nombre de México
durante 300 años, lo encabezó un virrey. Y fue una intentona formal, no una
recomendación como la del informe secreto del conde de Aranda. En 1808, el
virrey José de Iturrigaray aceptó la propuesta de instalar un congreso nacional
que independizara la Nueva España, presentada por el Ayuntamiento de la ciudad
de México. Impulsaban la iniciativa incruenta el regidor Juan Francisco
Azcárate, el abogado Francisco Primo de Verdad y Ramos, y el sacerdote Melchor
de Talamantes. Se filtró la noticia y llegó a un bule similar al que luego
tendría La Tuerta Ruperta en Guadalajara (quizás amiga de don Liberato
Garabato). Allí un vizcaíno de nombre Gabriel Yermo, que controlaba el abasto
de carne en la ciudad de México, urdió el primer golpe de Estado de las decenas
que padeceríamos por todo el siglo XIX, y con la Real Audiencia de su parte,
depuso al virrey y lo hizo prisionero precisamente un 15 de septiembre, sólo
que de 1808. Primo de Verdad y Talamantes fueron a dar a San Juan de Ulúa. Así
pues, los únicos gritos dados un 15 de septiembre fueron los de Yermo contra la
independencia planeada por el mismísimo virrey. Pero los dio en 1808.
La nación recuperada
Pocas
ideas más falsas, insostenibles y dañinas que la de una nación oprimida durante
300 años por el invasor español y restablecida por la fuerza de las armas, del
derecho y de la justicia.
En el
territorio que hoy es México no hubo una, sino decenas de naciones indígenas.
Todas con culturas, idiomas, religiones, usos y costumbres, grados de
civilización y organización social más diversas entre sí que la diversidad
entre España, Italia y Francia durante el Renacimiento.
¿De
dónde sacamos, entonces, la idea de que hubo una nación recuperada luego de 300
años de opresión extranjera? La sacamos de España, ¿de dónde más? En 1492 no
solamente ocurrió el descubrimiento de América por los españoles, sino la toma
del último bastión moro, Granada, luego no de 300, sino de casi el triple: 800
años de ocupación árabe. En el caso de España sí había una nación previa a los
árabes, que llegaron hasta Francia, los detuvo Charles Martell en el paso de
Roncesvalles y, casi de inmediato, se inició una ola en sentido contrario que
acabó fijando los límites de los califatos hacia la mitad sur de España.
Tampoco
esa frontera fue aceptada y definitiva: en esos ocho siglos, los españoles (que
así se consideraban a sí mismos) atacaron y empujaron su frontera sur,
reconquistando tierras.
Los
españoles, cristianos, blancos (más o menos), en posesión de una lengua común
(el castellano), instituciones comunes (el municipio, la monarquía) y una
herencia común celta-greco-romana-visigoda, siguieron empujando la frontera de
España hasta tomar el último reducto moro: Granada. Con eso terminaron 800 años
de ocupación árabe. Una reconquista que tuvo su inicio casi al mismo tiempo en
que terminó la conquista musulmana.
En el
caso español no hay sombra de duda: hubo una España romana tras la derrota de
la España celta; el legendario cerco de Numancia, con su héroe Viriato, la
integró al Imperio, donde no fue una simple provincia, sino proveedora de
emperadores, entre ellos dos muy grandes: Adriano y Trajano; de filósofos y
literatos entre los que se cuentan Séneca, Lucano y el grosero y divertido
Marcial. A la caída de Roma en 476 d. C. surge la España visigoda de la alta
Edad Media. Son ocupaciones y conquistas digeridas, admitidas. No lo es, en
cambio, la conquista árabe, aunque sea imposible negar que dejó genes (los
españoles del sur son más morenos que los norteños) en la población y una
profunda herencia cultural, genes y memes. Pero cuando se acabó, se acabó. Hay,
sin duda, una nación española, si bien todavía subdividida en reinos, que es
recuperada por completo cuando los reyes Fernando e Isabel entran a Granada.
Los
moros no dejan únicamente algo de su color, sino hasta la palabra misma, pues
moreno viene de moruno, “que parece moro”. Y moro viene del griego mavro,
negro, que se vuelve mauro y la au, como en francés e inglés, deviene o: moro.
Pero de que se van, no hay duda: no hay más califatos ni emiratos. También se
va la tolerancia musulmana hacia las religiones “del Libro”: judíos y
cristianos. La Inquisición persuade a todos de bautizarse o huir para evitar la
hoguera. Hay una España recuperada a partir de 1492.
Algo
similar ocurrió con la ocupación turca de Grecia. Los turcos fueron tomando
partes del que había sido Imperio Romano de Oriente desde Constantino, luego
Imperio Bizantino, de lengua griega con capital en Constantinopla,
Constantinóu-polis: la ciudad de Constantino. En 1453 cayó la ciudad capital
ante los turcos otomanos. Se extendieron éstos no sólo por el Oriente Medio,
sino por el centro de Europa: Balcanes, Bulgaria, Rumania y llegaron hasta las
puertas de Viena. Nuestro Cervantes perdió un brazo en la armada cristiana que
detuvo el avance turco-musulmán en Lepanto.
En el
mismo año en que México se independizó de España, Grecia lo hizo del Imperio
Otomano: 1821. Y ocurrió, como en España, que al retirarse los turcos dejaron
genes y costumbres, pero la nación griega tenía dos mil años de existencia a la
caída de Constantinopla, y luego de 350 años de dominio turco, volvió a
existir. Por supuesto, los turcos dejaron genes y memes (genes de cultura): hay
apellidos griegos de clara resonancia turca (los terminados en glu-glu) y
muchas costumbres, trajes, bailes, comidas, de herencia turca. Pero era Grecia
y volvió a ser Grecia. Era España y volvió a ser España.
No
hubo, en cambio, un México prehispánico, salvo en nuestro lenguaje actual: para
entendernos, así le decimos a este territorio antes de Hernán Cortés. Pero no
había una nación, un pueblo, una lengua, un México. Los tlaxcaltecas y otomíes
no eran meshicas, sino enemigos de éstos, mucho menos eran mexicanos, nombre
que fue necesario crear, con el de México, y nos condenó a ser un país
centralizado no sólo en lo político y económico, sino hasta en la historia, al
darnos como herencia cultural indígena a la más reciente y menos importante de
las culturas mesoamericanas. No olvidemos que meshicas o aztecas, en pleno año
del Señor de 1300, todavía eran una tribu de cazadores-recolectores, nómadas
que avanzaba hacia el sur buscando un águila que devorara una serpiente.
Los
mayas, para el 1300 d. C., llevaban mil años de mudar ciudades y levantar imperios,
y hacía 400 años el último imperio había caído y sus magníficas construcciones
eran recuperadas por la selva; los chinos y los pueblos de Mesopotamia, así
como los del Nilo que fundarían Egipto, llevaban al menos ocho mil años de
haber abandonado la cacería y la recolección para asentarse, cultivar la
tierra, domesticar plantas y animales, lo que dio origen a las ciudades y al
Estado. En 1300 d. C. las pirámides de Egipto tenían tres mil años de hacerse
ruinas, los chinos habían amurallado un imperio inmenso, Atenas había sido
construida y destruida varias veces, como también Roma, Venecia era señora de
los mares; en 1300 por todo el sur de Europa soplaban vientos renacentistas. Y
el pueblo americano al que hemos hecho eje de nuestra historia, los aztecas,
eran, todavía, cazadores-recolectores… como los chinos 12 mil años antes. No
son poco atraso 12 mil años para que elijamos construir una identidad nacional
con base azteca.
No es
un misterio por qué los preferimos a ellos y no a los toltecas, mayas o
zapotecas: porque los aztecas son la mejor imagen del pueblo vencido. Y eso nos
atrae con fascinación enfermiza, morbosa.
Nuestra
historia ha decidido olvidar que fue el odio infinito a los aztecas y sus
impuestos de sangre lo que unificó a los muy diversos pueblos sometidos bajo su
tiranía, y que esas tropas multinacionales fueron empleadas por Cortés para
conquistar la capital imperial.
Y
luego de 300 años de gestación, fueron hijos de españoles, como Hidalgo e
Iturbide, quienes hicieron labor de parteros de una nación nueva, sin
existencia previa. España y Grecia, dominadas o no, tenían nombre. Aquí, la
independencia de la Nueva España o de la América Septentrional, debió empezar
por buscarse un nombre, que fue México, así denominado porque nos recuerda la
derrota. No nos gustan los triunfos ni los triunfadores.
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