Para una religión exclusivista como el
cristianismo, el culto a los dioses indígenas no podía ser considerado más que
como una perversa influencia de Satanás. Las condenas a la idolatría que se
hacían en el Antiguo Testamento, y la predicación de los profetas contra la
inclinación del pueblo judío hacia los dioses de sus vecinos, dieron a los
conquistadores y a los frailes abundante material para atacar los cultos
indígenas y para destruir sus imágenes, a las que se aplicó el término
genérico de “ídolos”. Es muy significativo observar tal posición incluso entre
los indígenas aculturados en los conventos, muchos de los cuales colaboraron en
la destrucción.
En una pintura del libro VIII del Códice
Florentino, el tlacuilo que colaboró con fray Bernardino de Sahagún pintó a dos
sacerdotes sacrificando a un hombre ante la imagen de Huitzilopochtli, a quien
se representa con cuernos y rabo. Para los religiosos y para sus discípulos
indios, los dioses prehispánicos eran entes reales, aunque asociados con el
principio del mal. Es a causa de esta creencia en una idolatría de inspiración
demoniaca por lo que las campañas de erradicación de los "ídolos"
fueron tan comunes. En casi todas las crónicas de los mendicantes, como en la
del dominico fray Agustín Dávila Padilla, se narra que los indígenas ocultaban
a sus antiguas divinidades debajo de las cruces y detrás de los altares de las
iglesias, y que, además, continuaban con sus sacrificios y ofrendas en los
montes, cuevas y bosques.
Esos cultos aún estaban vivos a fines del periodo
virreinal. En 1790, a raíz de unos trabajos realizados en el atrio de la
Catedral, fueron desenterrados dos enormes monolitos de la antigua
México-Tenochtitlan: uno de ellos, la Piedra del Sol o Calendario Azteca, fue
colocado en el costado poniente de la Catedral; el otro, la Coatlicue, fue
depositado en el claustro de la Universidad. Lo que más sorprendió a los
ilustrados criollos de entonces fue que los indios comenzaron a rendir culto a
esta segunda pieza; a los pies de la antigua diosa aparecieron veladoras
encendidas y ofrendas, por lo que se decidió volver a enterrarla. Ciertamente,
la actitud de la cultura occidental ante los ídolos había cambiado mucho a lo
largo de tres siglos.
Tomado de Antonio Rubial García, “Idolos o dioses.
Imágenes prehispánicas del México virreinal”, Arqueología Mexicana, núm. 46,
pp. 58-61.
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