Muchos de los dioses de las aventuras míticas
intentaron protegerse de los terribles rayos solares en la oscura región de la muerte. Esos mismos rayos habían
destruido su ser proteico; con ello sus características esenciales habían
quedado fijas, solidificadas por el efecto de la luz. Así, los dioses
alcanzaron otro estado diferente al que tenían: ahora eran los padres-madres,
esto es, seres con capacidad de transmitir a su progenie su propia naturaleza.
Un fragmento de ellos quedaría en el interior de cada individuo de su clase
creada, formando su alma principal y reproduciendo en ella las características
esenciales de su ser.
Un mito tarasco registrado por Francisco Ramírez en
las últimas décadas del siglo XVI nos explica lo anterior. La diosa celeste –la
misma que en otro relato mítico habíamos visto como expulsora de sus hijos de
Tamoanchan– estaba preocupada por el destino de éstos. Sus hijos no podían
estar sobre la superficie de la tierra porque toda ella era bañada por la
agresiva luz del Sol. Era necesario que su descendencia saliera de la región de
la muerte, y para ello pidió al dios del inframundo que pusiera remedio. El
dios atendió su requerimiento e hizo que su mujer pariera a las criaturas. Las
criaturas sí eran aptas para poblar la tierra, pues ya contaban con la materia
pesada que cubría su interioridad; pero, como se ha visto anteriormente, esta
misma cubierta, pasible a los efectos del tiempo, las convertía en seres
encadenados al ciclo de la vida/muerte. Cuando la cáscara se hacía inservible,
el alma debía protegerse de nuevo en la región de la muerte. Allí aguardaba
otra oportunidad para nacer dentro de otro individuo de la misma clase. Los
padres-madres siguen cumpliendo su función procreadora desde lugares protegidos
en el tiempo-espacio limitáneo o a ambos lados de los límites del ecúmeno, donde
las condiciones de sacralidad garantizan su resguardo. En el espacio limitáneo
ocupan el cielo, dentro de las estrellas. Cerca de la superficie de la tierra
moran en la gran cueva que es la bodega del Monte Sagrado. Son, propiamente,
gérmenes de vida, que con frecuencia reciben en la actualidad los nombres de
semillas, corazones o semillas- corazones. Pese a su elevación sobre la
superficie de la tierra, la cubierta montuosa hace que el interior del Monte
sea considerado parte de la región de la muerte. Bajo el Monte hay un gran
cuerpo de agua y abajo continúan los pisos del inframundo; sobre él y sus
proyecciones se yerguen los árboles por los que son paridos los astros y los
meteoros. Otras criaturas, como las aguas de los manantiales, salen al mundo por
la boca inferior del Monte Sagrado. Cuando se trata del nacimiento de grupos
humanos, el Monte adquiere la forma de Chicomóztoc. La bodega multiplica sus
cavidades, y así se transforma en la madre parturienta que tiene siete cuevas;
de cada matriz expele un grupo humano, siete en cada ocasión.
IMAGEN: a) Salida del Sol por la boca superior del
árbol cósmico, según los mixtecos. Códice Nuttall, lám. 44. b) Salida del dios
de la lluvia por la boca superior del árbol cósmico, según los mayas. Códice de Dresde, lám. 69.
Foto: © The Trustees Of The British Museum. Reprografía: Oliver Santana / Raíces
Tomado de Alfredo López Austin, “8. La máquina
cósmica y el tiempo espacio mundano”, Arqueología Mexicana, edición especial,
núm. 69, pp. 40-55.
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