Salvador Rueda Smithers
Cecilia rossell y María de los ángeles
Ojeda, 2003. Las mujeres y sus
diosas en los códices prehispánicos de Oaxaca. Centro de Investigaciones y Estudios
Superiores en Antropología Social, Miguel Ángel Porrúa, México.
Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec,
Instituto Nacional de Antropología e Historia, México-Distrito Federal. salvadorrueda@hotmail.com
Los dioses celestes viven arriba, sobre la franja de la que
cuelgan los astros, en el techo del mundo; abajo, los hombres pueblan el plano
horizontal de la Tierra. El inframundo es el lugar de los muertos y de las
divinidades frías y acuáticas. Así urdieron su cosmografía los indígenas
mesoamericanos antes del contacto con los europeos. Esa forma del orden que
explicaba la estructura vertical del Universo era reflejo de uno de los
arquetipos más antiguos y duraderos de la historia humana.
Este mapa mental del orden señala que el mundo no siempre fue así.
En el origen, antes de la creación del tiempo y de la invención del calendario,
la inmóvil deidad pareja, con su doble naturaleza femenina y masculina, decidió
partir al Universo y unir sus distintos niveles en sus extremos, en los ejes
del Cosmos: en los planos superiores quedaron las fuerzas masculinas,
calientes, luminosas, secas; en los invisibles bajo tierra, los poderes
femeninos, oscuros, húmedos, los relacionados con la muerte. Universo dinámico
que juntaba ambas fracciones de la naturaleza a través de esos axis mundi para crear el ciclo de la vida y la
fertilizante muerte; la idea de un tiempo que corre a velocidades distintas
para los dioses y para los hombres influía en el territorio de las creaturas:
estrellas, animales, plantas, piedras, los seres humanos...
Aunque invisibles, los dioses fueron descritos físicamente,
plásticamente: no se descuidó representarlos cargados de signos de identidad;
con cuidado en los detalles se reprodujeron maneras, colores, gestos,
circunstancias, atavíos, entre otras características que se conocen o que se
adivinan y que daban cuerpo a un vocabulario cuya lectura conjuntaba el
aprendizaje de los códigos artísticos y la memorización de sus largas
biografías. Además, los dioses eran previsibles: su ubicación en el Cosmos
marcaba las vidas de los hombres, sus costumbres religiosas y sus prácticas
políticas. Esta cosmogonía era sobre todo una teogonía. Y la historia envuelta
en esta teogonía se desdoblaba en el trazo de líneas genealógicas que
legitimaban dinastías gobernantes y en relatos un poco amargos del poder.
El complicado entramado de fuerzas divinas y sus extensiones
terrestres y humanas es el núcleo de la aventura interpretativa a que invitan
Cecilia Rossell y María de los Ángeles Ojeda Díaz en su libro Las mujeres y sus diosas en los
códices prehispánicos de Oaxaca. Su
punto de partida permite entender extrañas historias de símbolos y de
ejercicios pautados del poder: encaminadas al estudio de las fuerzas femeninas,
orientan a la comprensión de la mitad del Universo, el de las divinidades
maternas, de sus lugares en el panteón antiguo, sus características singulares
y proyecciones generales de fertilidad y muerte, sus facetas guerreras y los
modelos femeninos que determinaban conductas y vidas completas en una sociedad
preocupada por mantener el equilibrio del Cosmos, siendo a su vez el manjar de
los dioses.
Autoras de un buen número de estudios especializados sobre los
documentos pictográficos indígenas, Rossell y Ojeda buscan ahora ampliar el
horizonte de lectores por medio de un libro de divulgación que llega a los
simples interesados en la historia antigua de Mesoamérica. Por cierto que este
libro no se rebaja a la autocomplacencia de las descripciones fáciles, sino que
busca dar un paso adelante de los conocidos análisis ya clásicos de Alfonso
Caso y sus revisionistas.
Rossell y Ojeda escogieron elaborar sus explicaciones a través del
fascinante y todavía abierto estudio de los documentos pictográficos
oaxaqueños. De estilo iconográfico conocido como Mixteca-Puebla,
"compartido por varias etnias que lo adaptaron a su cultura visual y a sus
lenguas", la exactitud de sus trazos que abreviaban símbolos y la riqueza
de sus paletas se desdoblaron hacia el último tramo prehispánico como un estilo internacional que abarcó todo el altiplano central
de México. Estos códices fueron, quizás, el cuerpo narrativo de la civilización
indígena desde el Epiclásico (700-900 d.C.), con pleno desarrollo durante el
Posclásico (900-1500 d.C.) hasta mediados del siglo XVI.
Dos conjuntos de documentos de este estilo sobrevivieron a la
incuria y a las violencias de la historia: el Grupo Borgia y los códices
mixtecos, "valioso acervo con doce de los diecisiete códices prehispánicos
que sobrevivieron a la destrucción causada por la invasión europea. Sus
relatos, relacionados entre sí por narrar distintos fragmentos de una misma
historia, permiten reconstruir secuencias dinásticas y aun completar perfiles
biográficos".
Las autoras dividieron el trabajo en dos ensayos principales —los
dos primeros capítulos— y un glosario de divinidades a manera de apoyo. El
primer capítulo, de Cecilia Rossell, toma como base el análisis iconográfico y
epigráfico de las primeras ocho a nueve páginas del Códice Selden, de las llamadas Historias de linajes oTonindeye (término que, por su significado literal,
recuerda a Shakespeare: "relatos de reyes difuntos") del Grupo
Borgia, y completa su reconstrucción con las secuencias paralelas del Códice Vindobonensis, el Becker I y el Códice
Colombino. La historia que
aquí se cuenta es parte de la del reino de Yucu
Añute o Xaltepec en lalingua
franca náhuatl, en una suerte
de culto a los ancestros por medio de la lectura de escritos míticos, épicos y
biográficos que pueblan la historiografía prehispánica de la Gente de las Nubes
—significado del gentiliciomixtecos—. En ellos se narran desde el origen
mítico de dos ancestros que nacen de la tierra y de un árbol, los rituales que
explican el carácter poderoso y sagrado del fundador del linaje, la sucesión y
alternancia de gobernantes entre las líneas femeninas y masculinas, "hasta
llegar al siglo XI, cuando en la tercera dinastía resalta la participación de
tres grandes mujeres: la reina 9 Viento —Q Chi—, de su hija, la princesa
guerrera 6 Mono —Ñu Ñuu— y la poderosa sacerdotisa 9 Hierba —Q Cuañe—,
quien era su consejera y protectora".
Un pertinente paréntesis de entrada permite al lector común entrar
en los cotos vedados de la especialización: Rossell explica de manera sencilla
estilos, formas, facturas y sistemas de escritura de los documentos
pictográficos indígenas, llave primera para quien se acerca a este arte de la escritura —atracción que movió a Lord
Kingsborough y al pintor Agostino Aglio durante la primera mitad del siglo XIX,
gracias a quienes existen copias que permiten reconstruir fragmentos ahora casi
perdidos, como informaba Caso en su estudio sobre elCódice Selden—. En
pocas palabras, Rosell introduce al lector profano a ese inquietante universo
de la escritura de una civilización desaparecida: las pictografías
prehispánicas lo mismo se movían en la representación expresionista de las
cosas tangibles, que escondían detrás de líneas, colores, gestos o indumentaria
los más complejos atributos de los dioses y las metáforas de la guerra, la
alianza política o el paso del mundo invisible de las divinidades al visible de
los mortales.
La investigación se desarrolló alrededor "de la
reconstrucción del contenido del códice, a través de la lectura semántica o del
sentido de las imágenes" mediante la aplicación de algunas técnicas
iconográficas. La comparación de las figuras de las imágenes del Selden con las de otros documentos permitió
la identificación de sus significados posibles. La lectura de las inscripciones
es el paso de entrada para conocer los valores fonéticos en su lengua original,
el dzavui o mixteco. De hecho, ésta es una de
las singularidades de la propuesta de Rosell y Ojeda: regresar a la
musicalidad, los ritmos y los signos, las literalidades y las metáforas de la
lengua que en su origen les dio significado.
Rossell nos descubre un orden de la escritura y la existencia de
reglas del relato: las historias de linajes reales tenían sus normas
narrativas: poseen "una estructura semejante que tiene su comienzo a
partir de un origen mítico, con el nacimiento milagroso del ancestro que da
principio a la dinastía del lugar". El illo
tempore inicial abre un
abanico cronológico que remonta a los siglos VII y VIII, verdadero puente entre
la declinación de los grandes centros del periodo Clásico y el florecimiento de
grupos como el mixteco. La mayoría de las veces, después de presentar el
comienzo mítico, se cuentan los primeros sucesos del proceso de formación del
poder dinástico por medio de guerras, alianzas y matrimonios que siempre tienen
ubicación geográfica —ciudades, templos, cerros, cuevas, ríos—. En este
sentido, el género narrativo corresponde a hazañas de los ancestros, en el
lindero de la historia y el mito.
La autora de este ensayo ofrece, a modo de hipótesis, una
conjetura plausible: se trata de relatos que contenían un fondo ejemplar, ético
y ritual, "porque es muy probable que las vidas de sus principales
protagonistas se hayan tomado como modelos ejemplares y arquetípicos para los
soberanos, sacerdotes y guerreros que les sucedieron —para los hombres y para
las mujeres que desempeñaron estos papeles—, por lo que había que mostrar
detenidamente el ciclo de sus rituales y sacrificios, conflictos y alianzas,
ceremonias y matrimonios, remarcando sobre todo sus principales logros. [...]
Pero no así los hechos nefastos, ya que se trata de historias triunfantes,
donde se omiten las dificultades que no obtuvieron una solución positiva o
incluso la muerte de sus protagonistas, a menos que cumplieran una función
aclaratoria dentro de la secuencia del linaje".
Después del énfasis en el detalle narrativo histórico de los
sucesos, el recuento de los hechos se sustituye por el desfile de genealogías:
mención pictórica de alianzas matrimoniales, descendencias, movilidad
geográfica de las fuerzas dinásticas, entre otros asuntos señalados
escuetamente en los documentos, de los cuales el componente oral memorizado se
ha perdido.
La extensión temporal de los relatos pintados, la indudable
relación narrativa de sus contenidos y el desfile de personajes heroicos que se
repiten, empuja a imaginar un hecho inquietante aunque tal vez incomprobable: a
despecho de lo que hasta ahora se ha afirmado —entre el aserto de los antiguos
cronistas que mencionan la enorme destrucción intencionada de pinturas y
documentos indígenas, y la indudable habilidad singular de una técnica de pintura
y escritura—, es posible conjeturar que algunos documentos, como las historias
de linajesdzavui, no
hubiesen sido tan numerosos como se ha pensado, y que los códices
"históricos" que hoy se pueden consultar no son apenas jirones de
vastas bibliotecas pictográficas sino un número representativo de los que en
realidad existieron. Cuando menos su límite cuantitativo fue planteado desde su
propósito original, en sí mismo elitista: "Al parecer —afirma Rossell—,
era un privilegio de los señoríos victoriosos escribir su historia como un
atributo de su hegemonía, pues los relatos que llegaron hasta nosotros son de
aquellos linajes que aún conservaban el poder a la llegada de los españoles
—incluso a pesar de la intervención de los aztecas en la Mixteca poco antes—.
Por lo que tal vez podría presumirse que a los vencidos en la guerra les
destruían sus registros o les impedían continuar con ellos".
Es decir, han llegado a nuestra época sin demasiada pérdida
aquellos códices que hablaban de linajes vivos en el siglo XVI y no de aquéllos
cuyas historias se habían cancelado antes de la llegada de los conquistadores
mexicas y españoles. La destrucción mayor de los libros pintados con contenido
político sería, como en el caso de Izcóatl en el centro de México hacia el mediodía
del siglo XV, durante el periodo prehispánico y no posteriormente.
Rossell entra de lleno al corazón de su análisis explicando el
carácter de la fuerza femenina primordial que aparece en los relatos: es una de
las energías creadoras, Omecihuatl —Mujer Dual—, parcela de una divinidad
andrógina que desdoblaba sus mitades femenina y masculina como principio de
todos los dioses. Dioses que plásticamente mostraban su antigüedad genésica al
ser representados como viejo y vieja, ancianos portadores de largos penachos.
Su lugar era el más alto de los cielos, donde permanecían inmóviles; no
necesitaban dinamismo, pues eran anteriores al correr del tiempo del
calendario. Debajo de ellos, también encima de las estrellas —si atendemos a
las figuras del Códice Vindobonensis—,
otras dos ancianas parejas, la tercera de ellas ya portadora de nombres
calendáricos y atributos de los dioses del viento, inventor de la escritura,
cargador del Cosmos y creador del hombre, y de la muerte, destino final del
fluir de la fuerza divina que se recrea y fenece.
En Apoala, Río de los Linajes, del Árbol Sagrado, eje del mundo,
nacieron la primera mujer y el primer hombre, en ese orden si leemos la imagen
del mismo Vindobonensis. Estos primeros humanos son la semilla
de los linajes de la Mixteca. Otros más nacieron de la tierra. Alguna otra
pareja de dioses, en un relato proporcionado por el Códice Selden (que recuerda el origen de los chalcas
que rescata Chimalpain en otra latitud del mundo prehispánico), desciende del
cielo sobre un cerro abierto por un dardo y al que se liga el Señor 11 Agua,
cabeza de linaje. El códice consigna también que el Señor 2 Hierba nació de
otro árbol sagrado, de cuyas ramas cuelgan serpientes cósmicas. Rossell sugiere
que ambas tradiciones míticas surgieron históricamente de la existencia de un
mito genésico muy antiguo en la zona con la superposición de otro que
impusieron grupos externos que conquistaron la zona y fundaron dinastías
propias: "junto con la invasión militar, ponen en marcha mecanismos para
establecerse, entre los que se encontraban desde la concertación de alianzas
con los antiguos señores mixtecos hasta la realización de matrimonios con los
miembros de la nobleza local. Con ello forman una poderosa dinastía, la de los
nuevos señores de la Mixteca, quienes habrían de unir a la estirpe de los
hombres que nacen de los árboles con la de aquellos que provienen de la
tierra".
Es posible que el vacío de información —y de hipótesis y
conjeturas— que explicarían el final del mundo urbano del Clásico (con
Teotihuacan y Monte Albán dominando en los valles del centro y sur) y el inicio
de la etapa del poder en otras ciudades —como Cholula— pueda comenzar a
llenarse con la epigrafía de estos raros documentos y las supervivencias
culturales de algunos símbolos y convenciones plásticas, como el signo del año
entre los mixtecos. Pero también surgieron técnicas de pintura y lectura
propios: una de las características únicas de los códices prehispánicos de esta
zona es la de proporcionar los nombres propios y los sobrenombres calendáricos
de sus personajes. Lo que en los documentos de otras latitudes se obviaba —ya
fuera por razones de tabú o por economía narrativa—, en los estudiados por
Rossell y Ojeda resulta en una de las formas de la complejidad cultural y de
atención en la escritura que plásticamente se resuelve en signos-atavío. El
sobrenombre se representaba con una figura pintada cerca de o en la cabeza del
personaje.
Hacia finales del siglo VII fue la Señora 1 Muerte Ca Mahu, Adorno del Sol, quien nació de un
portentoso árbol llameante. Se trata de la única mujer consignada en los
códices prehispánicos que es ancestro mítico y origen de una dinastía femenina.
En estos relatos de comienzo se relaciona con detalle la factura del bulto
sagrado —en el caso del Selden, por personajes ancianos— y los
rituales por los que el protagonista tiene acceso al poder (acciones como el
diálogo de sacerdotes y dioses, gobernantes y hombres-dioses que arrojan
ofrendas a los ríos), y las ceremonias de matrimonio que explicarían el valor
de la alianza de sangre en la conjunción y afianzamiento de los linajes. Los
ritos de iniciación, rígidamente pautados, repartían las fuerzas divinas que
debían cubrir a los gobernantes: los hombres dirigidos por las fuerzas de
arriba, celestes, solares diurnas, lumínicas; las mujeres hacia abajo, al
inframundo, el lugar frío de la muerte, oscuro y nocturno, asiento de la Señora
9 Hierba, nombre de divinidad y de mujer diosa.
El bulto sagrado con las reliquias portadoras de fuerza era el instrumento
de unión cosmogónica: uno de ellos representa a Xochiquetzal-Ita Tnumii, arquetipo de conductas femeninas,
patrona de las mujeres nobles, las pintoras-escribanas y las guerreras. Rossell
sugiere que pudo ser una costumbre ritual que no sólo marcó la biografía del
primer ancestro y el comienzo de la hegemonía de una dinastía o de una ciudad,
sino que debió repetirse con la ronda de las generaciones de gobernantes; sin
embargo, añade, la economía del relato marcaba sus reglas en el arte de escribir
pintando: el lectorrapsoda podría repetir de memoria el ritual en cada sucesión
gobernante sin que se hiciera necesario consignarlo en el documento. Asimismo,
la naturaleza de los linajes queda al descubierto en la lectura propuesta por
Rossell: aunque predominantemente patrilineales, "en el caso de que no
existieran descendientes varones, entonces el trono lo podía heredar una hija;
pero que en ello solían surgir dificultades, ya que cuando ella contraía
matrimonio, su reino pasaba a incorporarse al de su marido. Sin embargo, [...]
esto sucedía sólo cuando se trataba del gobernante de un reino más poderoso que
el de ella". Tal fue el caso, al parecer, del gobierno de la Señora 6 Mono
en la Mixteca —o de la cacique guerrera de Cholula al amanecer del periodo
virreinal, según mostraron en su lectura del lienzo de ese lugar Luis Reyes y
Francisco González Hermosillo—.
También se devela la geografía del poder, sin la cual el sentido
del linaje quedaría en el plano puramente mítico y narrativo: se explica Tilantongo,
ciudad sagrada, depositaria y dispensadora de fuerza política y religiosa, polo
alrededor del cual giraban los señoríos de Xaltepec, y los espacios-puente
entre el territorio de los dioses y el de los hombres, a los que se tiene
acceso ritualmente, como Mictlantongo o Templo de la Muerte, o la Cueva del
Murciélago, o el Lugar del Cráneo, donde se dirimían los conflictos sucesorios,
o las aberturas que llevaban al interior de la tierra —como el viaje de la
Señora 6 Mono del Códice
Selden—, o los juegos de pelota como puertas del inframundo. En este
entorno, las mujeres gobernantes, guerreras y sacerdotisas que aparecen en los
códices estudiados por Rossell y Ojeda, tenían una relación estrecha con las
diosas protectoras, no sólo por su pertenencia a familias dominantes o aun por
su conexión con alguna fuerza divina por medio de la influencia calendárica,
sino precisamente por ser mujeres —señal de género que este libro permite
entender sin extremar las interpretaciones propuestas como uno de los mecanismos
dinamizadores del panteón prehispánico—.
La lectura de las pictografías dista de ser completa. Muchas son
las dudas y las lagunas que se cubren apenas con esbozos de hipótesis. Sin
embargo, la comparación con las historias paralelas de los distintos libros
pintados, con un margen de equivocación razonable, permite establecer
relaciones y complementar las líneas generales de la historia. "Lo que
había sucedido en el ámbito de las deidades y las mujeres-diosas en el tiempo
de los orígenes, y que quedó registrado en el relato de los mitos, se
representa en los rituales donde se imitaban estos actos ejemplares. Pero
también se reproducía en el comportamiento de los miembros femeninos de la
nobleza, las cuales se ubicaban en un plano intermedio entre los seres
sobrenaturales y los humanos, por lo que debió haber repercutido en la vida y
la conducta de todas las mujeres en general." Esta última afirmación es,
tal vez, uno de los puntos menos convincentes del ensayo de Rossell: los
comportamientos normados por los arquetipos que cubren la totalidad de las
vidas no pasa de ser una conjetura generalizadora que, en todo caso, habrá que
probar con el mismo rigor con el que las autoras ofrecen a lo largo del libro
lecturas e interpretaciones de lo femenino en diosas y gobernantes, éstas sí
convincentes.
En el mismo tenor comienza el segundo capítulo, de María de los
Ángeles Ojeda Díaz, que trata sobre las diosas del Códice Borgia. Plantea que sus atributos y
características proyectan arquetípicamente valores y maneras de las mujeres
mixtecas del último tramo de historia prehispánica. Con fortuna, invierte los
términos de la conjetura y se plantea como recíproca correspondencia. A ello le
permite la riqueza esencial del panteón indígena: "Hasta los conjuntos de
cualidades, funciones, procesos y conductas se personificaron en sus dioses. En
este esquema de organización numenístico explicado en la mitología, la mujer
aparece en igualdad con el hombre." Su punto de partida es la distinción
de género: ser mujer implicaba tener "su propia filosofía de vida en la
que incluían ciertos poderes, cualidades o bienes inherentes a su feminidad. En
este sentido, tenían sus propios espacios, cultos y rituales y es factible que
tuvieran cofradías y clanes donde se ayudaran unas a otras en la búsqueda de
estas cualidades y poderes contenidos en su feminidad". El arquetipo, en
estas mentalidades que rodeaban las conductas y conceptos en torno a la
religión, se volvía canon de individuos y de su cifra social: "no se llega
a ser verdaderamente mujer —u hombre— salvo imitando a los dioses, viviendo de
acuerdo con modelos extrahumanos o teotipos". Afirmación inquietante la de
Ojeda Díaz, toda vez que regresa a la discusión la inexistencia de una idea de
destino individual a la manera occidental, y propone como contraparte la de un
código religioso que refleja —y en esa medida determina— la vida y la historia:
la mujer y el hombre forman parte de la teodisea que da sentido y movimiento al
universo.
Para saber si son razonables estas hipótesis sobre el modelo
divino y, en particular, en la diferenciación del género, y a diferencia de
estudios previos sobre los documentos indígenas que buscan lecturas
"literales", en este caso privilegia el análisis de los glifos —desde
bases metodológicas de la iconografía— de las ocho diosas que registra el Códice Borgia, y utiliza sólo como apoyo la
información etnohistórica posterior a la Conquista. A manera de respaldo de sus
lecturas, acude a otros códices del Grupo Borgia y del Vindobonensis. Las ocho diosas cuyas características
iconográficas y religiosas repasa Ojeda Díaz son Ñu Ñuhu (Tlazoltéotl), Ñu Ita Tnumii (Xochiquetzal), Ñu Yavui (Mayahuel), Ñu Dziyo Yuu Cuii (Chalchiuhtlicue), Dzehe Ñuhu (Cihuatéotl), Ñu Te-Cuvua Yuu Tnoo (Itzpapalotl), Ñu Huahi (Chantico), y Ñu Andaya (Mictancíhuatl), a lo largo de 180
iconos que, fiel al propósito de divulgación del libro, desglosa sin los
retruécanos que hacen inaccesibles otros estudios. Todas las diosas pertenecían
al panteón global de las culturas del centro de México, por lo que su análisis
resulta doblemente provechoso.
Comienza con Ñu Ñuhu-Tlazoltéotl, diosa en la
que "convergen casi todos los atributos propios de la gran madre-tierra,
de tal manera que en el Códice
Borgia podemos rastrear
iconográficamente imágenes que nos llevan a concepciones telúricas muy
antiguas, antecedentes directos de las diosas-madres". Su figura, en el
centro de la Tierra, es fertilizada por el agua que le arroja el dios del agua Ñu Dzavui (Tláloc) (Borgia), trabaja el parto con el cuerpo en la
tierra y la cabeza en el aire (Laud), es madre madura y protectora, y es
también mujer guerrera (Cospi). Su desdoblamiento es visible en algunos
momentos de las vidas femeninas: elementos identitarios, como la madeja de
algodón en su tocado, o la pintura facial, fueron dibujados para recordar
hechos de mujeres armadas y en posición de pelear (Laud).
Ñu Ita Tnumii-Xochiquetzal es la
amante divinizada, joven que descubre su potencial sexual; es asimismo diosa
tutelar del canto, la danza, la alegría, las flores, patrona de pintores,
bordadoras, tejedoras, escultores y plateros. De sus cabellos nació la primera
mujer-diosa, madre del dios Cinteotl. Fue también una divinidad belicosa
(Cospi), y su nombre es el de la primera mujer muerta en guerra, de acuerdo con
un documento virreinal temprano. Como modelo arquetípico, marcó la conducta de
sus sacerdotisas, compañeras de los guerreros jóvenes solteros.
Ñu Yvui-Mayahuel, diosa de la fertilidad exuberante, protectora de los
vientres maduros de donde surge la vida; es también la nodriza, y su
iconografía recuerda la Diana de Efeso: "Se dice que tenía 400 pechos
—innumerables— con los que simbolizaba su poder nutritivo, a quien los dioses
transformaron en maguey a causa de su fertilidad" (códice Vaticano). Se le representaba con su quechquemitl y falda con signos del agua, y un
tocado del que surge un manantial con motivos vegetales, símbolos todos de la
fertilidad.
Ñu Dziyo Yuu Cuii-Chalchiuhtlicue está relacionada con Mayahuel desde el punto
de vista iconográfico como modelo de la madre nutricia: "los atributos de
la diosa se refieren al aspecto acuático, medio de acción de la deidad por sus
características fecundantes y germinativas, fuente de vida por excelencia [...]
Pero era igualmente importante como factor de pureza, en el que estaban
implicadas ceremonias rituales de lavar el cuerpo con agua. Porque las
abluciones purifican, regeneran y permiten el renacimiento". Se le
representa con yelmo en forma de cabeza de serpiente y nariguera de turquesa;
en los códices adivinatorios del centro de México, como el resto de las
divinidades, se le maneja como un poder ambivalente: si bien es la causa de la
fertilidad, también lo es del agua que corre, de la engañosa suerte de lo
inestable.
Dzehe Ñuhu-Cihuateotl era la gran madre, modelo de las mujeres muertas en
parto —esa guerra particular por dar la vida—. A estas mujeres se les
consideraba divinas, séquito del sol, guerreras caídas y, por tanto, los
fragmentos de sus cuerpos eran codiciados por la fuerza mágica que cargaban. Su
iconografía las muestra con gesto terrible, con una franja sobre el rostro a la
altura de los ojos, el vientre flácido de la recién parida —causa de su muerte—
y adornos de plumones que señalan su sacrificio.
Ñu Te-Cuvua Yuu Tnoo-Itzpapálotl era la
Madre Tierra en sus aspectos funerarios y de sacrificio, mariposa de obsidiana
como la personificación del instrumento del sacrificio. Era patrona de las
ancianas sabias y de la magas poderosas. Su cuerpo rayado en rojo y blanco, el
rostro con signos inequívocos de la muerte, tiene garras de jaguar. Era temible
habitante de las encrucijadas, donde acechaba para causar enfermedades. Como
arquetipo fue también la primera mujer sacrificada.
Ñu Huahi-Chantico era la diosa del hogar, patrona de joyeros, lapidarios y
pulidores de piedra. Quizás se trate de un numen muy antiguo, sobreviviente de
los vaivenes culturales que transformaban todo el tiempo al panteón
prehispánico, siempre presente porque sus rituales se desarrollaban en la
privacidad familiar, lejos de los conflictos por el poder y por la sumisión de
los dioses tutelares al dominante del grupo en el gobierno.
Ñu Andaya-Mictlancihuatl, patrona del Lugar de la Muerte, relacionada con 9
Hierba, diosa y mujer a la que se le pedía consejo y apoyo en los rituales de
asunción del poder, como se vio en las historias de mujeres que se narraron en
el capítulo anterior. Es representada como esqueleto con la indumentaria
femenina. Devora a los hombres pero también es la que posibilita el surgimiento
continuo de la vida (y cuyo papel pudo asombrar a Joseph Campbell, quien
expresó que la función del mito ha sido la conciliación del alma humana frente
al misterio terrible del Universo: morir para dar vida). La misteriosa Señora
Muerte, mujer-diosa y gobernante, tuvo un perfil sibilino y belicoso.
Completan este par de largos ensayos un glosario de nombres del
panteón indígena prehispánico en náhuatl y mixteco antiguo y moderno, con las
imágenes de los dioses de los códices. Este instrumento fue coordinado por Rossell
y participaron Ojeda Díaz, Alejandra Cruz, Ubaldo López, Filiberto Gutiérrez y
Valentín Peralta.
Las mujeres y sus diosas en los códices
prehispánicos de Oaxaca recupera buenas
historias de género, sin los excesos distanciadores que no pocas veces campean
los relatos de este terreno historiográfico. Las suyas son mujeres dignas de
biografías románticas que sobrepasan el terreno de la historia factual.
Ubicarlas en el doble horizonte mítico e histórico, acercándose a los ritmos
con los que se pronunciaban sus nombres y los tonos de sus colores en los
documentos pintados, es una de las virtudes que encontrará el lector. Rossell y
Ojeda abren la posibilidad de entenderlas como entidades numinosas, como las
entendieron los antiguos.
Información sobre el autor:
Salvador Rueda Smithers. Licenciado en historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Maestría en estudios de arte,
por la Universidad Iberoamericana. Fue titular de la Dirección de Estudios Históricos
del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) (1995-2002) y desde
1975 es investigador historiador de esta institución. Actualmente ocupa el
puesto de director del Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec,
perteneciente al INAH, cargo que ya ha había desempeñado entre 1990-1992. Es
miembro del consejo de editores de la revista Historias (Dirección de Estudios
Históricos del INAH); de los consejos editoriales de Estudios de Historia Contemporánea (Instituto de Investigaciones Históricas,
UNAM) y de la Gaceta de Museos (Coordinación Nacional de Museos y
Exposiciones del INAH). Ha publicado muchos libros como autor único y en
colaboración con otros, entre los cuales se encuentran El diablo de la Semana Santa.
Discurso político y orden social en la ciudad de México en 1850(1991), El paraíso de la caña (1998) y La esencia de México (2000).
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