CRÍMENES DE
VILLA, ENTRE OTROS.
A
Villa se le conocen 36 esposas, algunas de ellas: Manuela Casas a los 14 años
fue a estudiar a la escuela de la hacienda de Canutillo, quedando viuda siendo
madre de un niño cuando tenía 15 años; Juana Torres, a quien violo,
posteriormente la mujer se resignó y se casó con él; el secuestro y violación
de Austreberta Rentería, narrada por ella misma.
En Jiménez, Chihuahua, el 22 de septiembre de 1918,
asesina personalmente a cinco mujeres de la familia González Reyes, a la madre
Evarista Reyes, a su cuñada Coleta Reyes, a dos de sus hijas, Sara y Antonia
González, y a su nieta Eva Isaura Bazán González, de sólo siete meses, además
de dos hombres que se encontraban en la casa. La muerte por incineración de
Lugarda Barrio Gil y Pando viuda de Núñez, 83 años de edad, y una soldadera,
quemadas vivas, Satevó, 24 de agosto de 1916. Celsa Caballero viuda de Chávez,
71 años de edad, muerta por incineración, Jiménez, 18 de diciembre de 1916.
María de la Luz Portillo Moreno, 82 años de edad, y su nieta María de la Luz
García, 34 años de edad, quemadas vivas, Valle de los Olivos, 1918. Francisca
González de Rodríguez, quemada viva, Santa Eulalia, 4 de enero de 1917. La
profesora parralense Margarita Guerra. 90 soldaderas fusiladas en Camargo el 12
de diciembre de 1916. La violación de mujeres en Namiquipa, Agostadero, Palo
Quemado, La Bellota, Santa Cruz, en febrero de 1917. Tortura de la Sra. María
de la Luz Gómez, quien tuvo que pagar 30,000.00, posteriormente murió como
consecuencia de la tortura. La violación de un grupo de señoritas en Casas
Grandes en julio de 1913.
Santos Merino, 72 años de edad, quemado vivo, Bachíniva,
octubre de 1916. Jesús Bazán Guerrero, 25 años, hemorragia interna por herida
con arma blanca, Jiménez, 16 de junio de 1918. Agustín Ruiz Núñez, 33 años de
edad, ejecutado por disparo en la cabeza, Satevó, 24 de agosto de 1916. Pablo
Mendoza Chavira, 60 años de edad, Ignacio Mendoza Portillo, 23 años de edad,
Julián Chaparro Molina, 44 años de edad, Jerónimo Portillo Espinoza, 40 años de
edad, Rayo Molina García, 58 años de edad, Abel M Sotelo Molina, 28 años de
edad, ahorcados en La Cueva, 19 de enero de 1918. Gregorio Polanco y sus dos
hijos, Mucio Polanco y su único hijo ahorcados en marzo de 1916 en la Hacienda
Corralitos, todos ellos trabajadores de la hacienda. 70 civiles fusilados de
San Pedro de la Cueva, Sonora, el 2 diciembre de 1915. 27 civiles, ahorcados
por Villa en San José del Sitio, el 16 de enero de 1918. 4 civiles asesinados
en La Cruz de Velduque a 18 km de Valle de Zaragoza, Chihuahua, enero de 1917.
Asesinato de Carlos Alatorre y Luis Ortiz por negarse a pagar el secuestro en
enero de 1911. José de la Luz Herrera y sus hijos Melchor y Zeferino Herrera
Cano, en Parral Chihuahua, el 21 de abril de 1919. Ciento cincuenta y ocho
casos más de civiles y militares desarmados y ejecutados por ahorcamiento,
fusilados, ejecutados a quemarropa, torturados y tirados en las inmediaciones
del Cerro Santa Rosa en la Ciudad de Chihuahua cuando los villistas ocuparon la
Ciudad. Un número indeterminado de asesinatos en Canutillo entre 1921 y 1923.
El secuestro de los dos niños de José María Sánchez, el
secuestro de los niños Lorenzo Arellano y Alfonso Molinar, además de los
secuestros de los señores José A Yáñez e Ignacio Irigoyen. Los secuestros de
Fred G Hugo y R. B. Rawson. Por el primero pedía 10,000.00 equivalentes a 3.24
millones de pesos en diciembre 14 de 1919. El secuestro de Carl Kaegelin en julio
27 de 1920. El secuestro de Joseph E. Askew, 20,000 dólares, equivalente a 6.48
millones de pesos en la actualidad en febrero 21 de 1920. El secuestro de
Joseph Williams, 2,000 dólares, equivalente a 648,000 pesos en la actualidad en
marzo 10 de 1920. El secuestro de George Miller, 50,000 dólares, equivalente a
16.2 millones de pesos en la actualidad en mayo 22 de 1920. El secuestro de
Edward Ledwige, 10,000 dólares, equivalente a 3.24 millones de pesos en la
actualidad en septiembre 14 de 1915.
Innumerables saqueos, robos, extorsiones y despojos, lo mismo a ricos que a pobres.
Los asesinatos de los convencionistas de la Convención de
Aguascalientes Paulino Martínez, David Berlanga y Guillermo García Aragón, este
último copartícipe con Emiliano Zapata. Cada uno equiparable a Belisario
Domínguez.
Villa sufría ataques de cólera que lo hacían intratable,
te podía meter un tiro tan sólo por contradecirlo, como lo indica su secretario
Enrique Pérez Rul.
Abusaba de los hombres a su antojo, muchas de las deserciones en 1915 se dieron por que se hacía insoportable la cercanía de Villa.
Fuente:
Reidezel Mendoza Soriano. Friedrich Katz, “Pancho Villa”. Celia Herrera, “Francisco Villa ante la Historia”
José María Jaurrieta, Guadalupe Villa, "Con Villa, 1916-1920: memorias de campaña”. Paco Ignacio Taibo II, “Pancho Villa: Una Biografía Narrativa”. Emilio Portes Gil, "Autobiografía de la Revolución Mexicana" Fuentes hemerográficas: El Paso Morning Times, El Paso Herald, Houston Post, Bisbee Daily, Meriden Mornig, El Heraldo de Chihuahua, etc.
Reidezel Mendoza Soriano. Friedrich Katz, “Pancho Villa”. Celia Herrera, “Francisco Villa ante la Historia”
José María Jaurrieta, Guadalupe Villa, "Con Villa, 1916-1920: memorias de campaña”. Paco Ignacio Taibo II, “Pancho Villa: Una Biografía Narrativa”. Emilio Portes Gil, "Autobiografía de la Revolución Mexicana" Fuentes hemerográficas: El Paso Morning Times, El Paso Herald, Houston Post, Bisbee Daily, Meriden Mornig, El Heraldo de Chihuahua, etc.
La otra visión de Pancho Villa.
¡¡¡ Viva Villa !!!
¡¡¡ Viva Villa !!!
1998 La vida y época de Francisco Villa
Friedrich Katz
(Fragmento)
Villa no fumaba, ni bebía, ni usaba drogas. Podía ser enormemente generoso
y llorar en público cuando la emoción lo dominaba. Cuando la cólera se
apoderaba de él, también era capaz de actos de gran crueldad. Era leal a los
hombres que respetaba, pero si se sentía traicionado, se volvía implacable en
su odio, que con frecuencia se extendía a la familia de sus víctimas. Era un
amante apasionado, y tuvo hijos con muchas novias y esposas en todo Chihuahua.
No sentía ninguna culpa por estar casado con varias mujeres al mismo tiempo, y
algunos han especulado que tal vez influyeron en él los colonos mormones que se
establecieron en Chihuahua para escapar a las leyes estadounidenses contra la
poligamia. Incluso tras dejar a las mujeres con las que vivió, las mantenía y
reconocía y se preocupaba por sus muchos hijos.
Tenía escasa educación, y aún es tema de polémica si sabía leer y escribir
cuando estalló la revolución. Tal vez por esa razón sentía hondo respeto por la
educación y, durante el breve tiempo en que ejerció el poder en Chihuahua, años
después, se gastaron en escuelas cantidades de dinero sin precedentes.
Amigos y enemigos coinciden en que poseía una inteligencia aguda y
penetrante, que sólo se oscurecía cuando se apoderaba de él uno de sus
arrebatos de furia.
En opinión de González y los dirigentes del Partido Antirreeleccionista,
Villa fue una adquisición valiosa como guerrillero, pero es improbable que
creyeran que podía ser algo más que un líder subordinado en la revolución. Su
falta de educación, su bajo origen social, su inexperiencia política y su
reputación de bandido parecían obstáculos formidables para alcanzar un lugar de
primera importancia en las filas del movimiento revolucionario. Sin embargo,
pocos meses más tarde, surgiría como uno de los jefes militares más importantes
de la revolución mexicana en cuanto a poder e influencia, sólo superado en
Chihuahua por Pascual Orozco. Tenía cualidades que compensaban con creces sus
debilidades: era un dinamo viviente, imbuido de inagotable energía. Constantemente
intentaba acciones ofensivas, a menudo con éxito, y solía tomar la iniciativa
en las operaciones militares.
Su prestigio entre los revolucionarios de Chihuahua creció enormemente tras
el estallido de la revolución, ya que fue el primero de sus dirigentes que
participó en un choque armado con las tropas del gobierno y el primero que les
infligió una derrota. El 17 de noviembre, tres días antes de unirse al grupo de
hombres armados que comandaba Cástulo Herrera, Villa y un grupo de 14 hombres
que había reclutado, principalmente entre quienes habían sido sus socios cuando
se dedicaba al abigeato, atacaron la hacienda de Chavarría para obtener dinero,
caballos y víveres. Para entrar en la hacienda tuvieron que abrirse paso a
balazos y matar a su administrador, Pedro Domínguez, que intentó presentar
resistencia.
El 21 de noviembre, Herrera, Villa y sus hombres ocuparon la antigua
colonia militar de San Andrés sin hallar oposición activa. Ese mismo día, a
Villa le llegó la noticia de que un tren que transportaba tropas federales se
dirigía al pueblo. Con un pequeño grupo de hombres, Villa se atrincheró en la
estación y, cuando los soldados empezaban a descender del tren, los
revolucionarios abrieron fuego. El capitán Yépez, que comandaba las tropas
federales, cayó muerto, al igual que varios de sus hombres, y los
supervivientes se retiraron.
En términos militares, fue un choque de menor importancia, pero su impacto
psicológico fue enorme. Por primera vez los revolucionarios se habían
enfrentado a los federales y los habían obligado a retirarse. Cientos de
voluntarios, principalmente de San Andrés, pero también de los pueblos
circundantes, se unieron al ejército revolucionario. El contingente de Herrera
y Villa pronto llegó a los 325 hombres. En teoría, Herrera era su comandante.
En la práctica, Villa asumía cada vez más funciones de jefe. Herrera había sido
un buen político pero no era un jefe militar y se mostró incapaz de controlar a
sus hombres. Cuando su contingente entró en San Andrés, los hombres empezaron a
celebrar su victoria disparando las armas al aire. No sólo esa ruidosa balacera
asustaba a la población civil, sino que era un desperdicio de municiones. Villa
intentó persuadir a su jefe de que ordenara detenerla. Pero tal vez por
inseguridad, Herrera rehusó. Y fue Villa quien tuvo que ordenar que cesaran los
disparos y disciplinar a la tropa. Así empezó a trasladarse la autoridad de
Herrera a él.
En los primeros días de cualquier revolución hay una oleada de
incontrolable exuberancia, optimismo sin límites, la sensación de que, con un
mínimo de sacrificio, todo es posible. Los revolucionarios de Chihuahua no
fueron la excepción. Habían tomado sus primeros pueblos prácticamente sin lucha
y habían rechazado el primer ataque de las tropas federales. ¿Por qué no atacar
la capital del estado y así obtener el triunfo decisivo de una vez por todas?
Era un plan loco y estuvo a punto de conducir a Villa y sus hombres al desastre
total. Ya con quinientos rebeldes en sus filas, marcharon sobre la ciudad de
Chihuahua. Acamparon a pocas millas de ella y Herrera envió a cuarenta hombres
en misión de reconocimiento bajo el mando de Villa, quien los dividió en dos
pequeños grupos. Los treinta revolucionarios que integraban el primero de ellos
llegaron a la cima de El Tecolote, donde vieron a setecientos soldados
federales que avanzaban contra ellos. En vez de regresar para unirse al
contingente principal, decidieron presentar batalla. Era un combate desigual y
media hora más tarde se vieron forzados a retroceder. Pero mediante un astuto
ardid lograron retardar la persecución de los federales. Colocaron en la cima
de la montaña una hilera de sombreros, y los soldados creyeron que había un
revolucionario debajo de cada uno de ellos, de manera que avanzaron muy
cautelosamente, disparando todas sus municiones contra los ficticios
contrincantes. Mientras los treinta revolucionarios se retiraban así, sin haber
sufrido bajas, Villa y los diez hombres restantes entraron en escena y atacaron
a los setecientos soldados federales. Fue un acto de valor pero, tal como Villa
más tarde relató, absolutamente absurdo, y él y sus hombres estaban cerca de
perecer cuando el grupo que se retiraba regresó y contraatacó. Tras mantener a
los federales a raya por casi una hora, lograron escapar. Las tropas federales
no podían concebir que sólo cuarenta hombres los hubieran atacado. Villa y sus
hombres resistieron todo ese tiempo, contra fuerzas muy superiores, en la
esperanza de que Herrera y los suyos se les unirían y que desde la situación de
ventaja de la cima podrían impedir que las tropas federales avanzaran hacia las
montañas del oeste de Chihuahua, donde se concentraban las fuerzas
revolucionarias. Pero Herrera no se movió. Como resultado, empezó a crecer un
encono mutuo entre Villa y él.
El gobierno de Díaz y la revolución de Chihuahua
Cuando comenzaron los alzamientos en Chihuahua, Díaz estaba seguro de poder
aplastarlos y resolvió hacerlo sin medias tintas, reforzado su optimismo por
ciertos signos de desaliento que presentaban los revolucionarios. Para muchos,
esos primeros días de diciembre no sólo fueron momentos de triunfo, sino
también de decepción.
Empezaron a darse cuenta de que estaban prácticamente solos, ya que
únicamente se habían producido fuera de Chihuahua unas pocas escaramuzas
locales. Madero todavía estaba en Estados Unidos y no lograba entrar en México.
Todo el poderío del gobierno federal se concentraba contra la gente de
Chihuahua. Al mismo tiempo, el éxito de los revolucionarios había hecho
comprender a una parte de la élite del estado (aunque no a los Terrazas) que no
estaba tratando con unos pocos bandidos aislados, sino con un auténtico
levantamiento popular. Un grupo de chihuahuenses destacados (no está claro si
actuaron con el apoyo tácito o la tolerancia del gobierno estatal o federal)
empezaron a negociar con los revolucionarios. Villa y algunos otros dirigentes
estaban dispuestos por lo menos a considerar la posibilidad de una tregua de
cuatro semanas. Los miembros de la élite que hicieron la propuesta tenían la esperanza
de que las negociaciones pusieran fin a la revolución; de que, al ver que tras
cuatro semanas el resto del país no se levantaba, los revolucionarios
depondrían finalmente las armas. Por su parte, éstos calculaban que en cuatro
semanas surgirían nuevos movimientos en otros puntos del país y que al
reemprender las operaciones ya no tendrían que llevar solos toda la carga de la
lucha.
Pero los dirigentes revolucionarios de Chihuahua no podían firmar tal
acuerdo por sí mismos. Decidieron enviar a Cástulo Herrera a Estados Unidos
para averiguar si González y Madero aceptaban el armisticio. Antes de que éstos
pudieran tomar una decisión, Díaz rechazó la idea de cualquier tipo de arreglo.
Las noticias de la revolución en Chihuahua habían llegado a las primeras planas
del mundo entero y habían menoscabado la confianza de los financieros y los
bancos en la estabilidad del gobierno mexicano. El secretario de Hacienda, José
Yves Limantour, que había viajado a Europa a negociar una reconversión de la
deuda mexicana, escribía que las condiciones de pago que exigían los bancos y
otras instituciones financieras se habían endurecido como resultado de las
noticias sobre los levantamientos y la inquietud social en México. Díaz
consideró que se requería una victoria decisiva para que los mercados
financieros recuperaran la confianza en su gobierno. Para someter a las
principales fuerzas revolucionarias, concentradas en Chihuahua, eligió una
estrategia doble. Envió refuerzos de más de cinco mil soldados federales, bajo
el mando de un antiguo colaborador en el que confiaba mucho, el general Juan
Hernández, que había estado destacado en Chihuahua durante muchos años y tenía
un amplio conocimiento del terreno y las condiciones locales.
Al mismo tiempo, Díaz decidió utilizar cuantos recursos pudieran movilizar
los Terrazas para combatir a la revolución. Le llegaban rumores de que el clan
volvía a emplear el viejo juego de duplicidades que le había dado tan buenos
resultados en 1879 y 1892: apoyar subrepticiamente a los revolucionarios para
obtener más concesiones del gobierno. Pensó que la forma de forzarles la mano a
los Terrazas era nombrar a un miembro destacado de la familia como gobernador
de Chihuahua. El 6 de diciembre, José María Sánchez, el gobernador nombrado por
Creel, fue sustituido por Alberto Terrazas.
Nadie podía estar más cerca de Luis Terrazas y de Enrique Creel que Alberto
Terrazas. Era hijo de Luis y se había casado con una nieta de éste, hija de
Creel, de manera que su esposa era también su sobrina.
Este nombramiento fue un grave error por el que Díaz pagaría un alto
precio. Aun sin ser gobernador del estado uno de los suyos, el clan Terrazas y
Creel habría luchado con todos sus recursos contra los revolucionarios, ya que
tenían todo que perder y nada que ganar con una victoria rebelde. Se daban
cuenta de que la revolución se dirigía principalmente contra ellos. Al
identificarse completamente con los Terrazas, Díaz echó más leña al fuego.
Sin embargo, a primera vista, las esperanzas y los cálculos del presidente
de México parecían razonables. El número de revolucionarios que había en
Chihuahua a principios de diciembre se calculaba en unos mil quinientos
hombres. Escasa actividad revolucionaria se había producido en el resto del
país. Parecía fácil aplastar a los rebeldes con la combinación de cinco mil
soldados federales y los enormes recursos del imperio de los Terrazas. Podía
esperarse que la mejor organización, el mejor armamento y entrenamiento, y la
superioridad numérica del ejército federal le permitirían derrotar a los
revolucionarios en las batallas regulares. Los Terrazas, por su parte, al
movilizar a sus servidores, clientes, peones y partidarios, tanto de las
haciendas como de las pequeñas ciudades, aislarían a los revolucionarios
restantes, les cortarían cualquier tipo de abastecimiento y les impedirían
sobrevivir como guerrilleros.
El fracaso de la opción militar de Porfirio Díaz
Tradicionalmente, cuando se producía un levantamiento local, Díaz empleaba
una combinación de tropas federales y auxiliares locales. Los nativos conocían
el terreno, tenían buen conocimiento de los rebeldes de la zona y sus
escondites, podían contar con por lo menos algún grado de apoyo local y
constituían una eficaz fuerza contraguerrillera. Pero al fracasar la estrategia
de Terrazas, Díaz tuvo que confiar solamente en las tropas federales. Las pocas
tácticas contraguerrilleras que Díaz ensayó desde territorio estadounidense no
tuvieron éxito. Las tropas federales no conocían el terreno y a menudo eran
impopulares en Chihuahua. Pero, sobre todo, eran demasiado escasas.
García Cuéllar, uno de los comandantes más importantes de Díaz en
Chihuahua, había llegado a la conclusión de que "esta revolución es
idéntica a la insurrección bóer e Inglaterra no la dominó hasta que mandó a
diez soldados por cada bóer. Esto que parecía risible a algunos es la verdad y
para allá vamos".
Sólo había entre cinco y diez mil soldados federales en Chihuahua. El
ejército federal contaba en total con alrededor de 30 mil, pero Díaz no podía
concentrar más tropas en Chihuahua en un momento en que amenazaban con estallar
levantamientos en otras partes del país.
La primera solución que se le ocurrió a Díaz fue aumentar rápidamente el
tamaño del ejército. Pero se dio cuenta de que era una tarea imposible. Ése era
el tema de los informes que sus gobernadores le enviaban de todo México. En
Campeche, el gobernador, aunque expresaba su pleno apoyo a Díaz, no veía cómo
satisfacer sus instrucciones de reclutar cien hombres para la guarnición de su
capital "dada la general aversión que el pueblo acusa por el servicio
militar, principalmente en las actuales circunstancias, pues todo llamamiento
para ese servicio se interpreta y comenta como si se tratara de enviar a los
llamados a él para fuera del estado". En tono semejante, el gobernador de
Zacatecas informaba de las dificultades que tenían sus funcionarios para hallar
voluntarios. El gobernador de Durango fue todavía más explícito: "Hace
días que estoy arreglando el establecimiento de unas guerrillas, que emprendan
activa persecución contra las partidas de revoltosos que han invadido el
estado; esto me está costando algunas dificultades, porque no hay mucha gente
que de buena voluntad preste sus servicios en este sentido".
Algunos de los gobernadores de Díaz se hallaban en aprietos para explicar
la falta de entusiasmo popular por defender al régimen, ya que no querían
admitir que los habitantes de sus estados pudieran estar descontentos con éste,
o con ellos, y por eso buscaban otra manera de justificar la falta de reclutas.
"La causa de esto", escribía el gobernador del estado de Tamaulipas,
tras describir sus dificultades para hallar voluntarios, estriba, señor, en la
índole actual de nuestro pueblo, que sólo se afana en trabajar, vivir en
familia y disfrutar de los beneficios de la paz. Cuando se consigna a alguno,
viene luego la deserción de los demás que, al ausentarse, encuentran trabajo en
otro pueblo o ranchería, que solicita brazos para las faenas del campo [...]
Esto se palpa con más evidencia en la frontera, pasándose la gente al lado
americano, lo que viene a originar así disminución de número de habitantes.
El gobernador de Querétaro halló una excusa particularmente original. La
gente de su estado era demasiado "tímida" para pelear. El de Puebla
atribuía el problema a que los hombres temían ser enviados fuera del estado,
especialmente a Chihuahua o a Yucatán. Otros gobernadores eran más honrados y
claros. "Con el mayor respeto y con pena", escribía el gobernador de
Sonora, "amplío mi telegrama para repetir lo que ya he manifestado a
usted, y es que de día a día crece el número del enemigo y decrece el de
nuestras tropas, así como crece el sentimiento revolucionario en todo el
estado".
Las dificultades para encontrar voluntarios se complicaban con las
dificultades aún mayores para cubrir las bajas. El método que consistía en
forzar a los disidentes, los enemigos personales de los funcionarios locales o
miembros de los sectores más pobres de la sociedad a ingresar en el ejército
era tan impopular que el gobierno, dándose cuenta de que era una de las causas
principales del estallido de la revolución, se resistía a usarla. Pero no
contaba con ningún otro método. Cuando aplicó en efecto este método, los
resultados fueron a menudo catastróficos. En la ciudad de Tula, en el estado de
Hidalgo, la policía rural, que los funcionarios trataron de movilizar, prefirió
abrirse paso a balazos para salir de la ciudad antes que enfrentarse a los
revolucionarios.
El gobernador de Campeche casi causó una sublevación en su estado cuando
intentó alistar por la fuerza a 28 hombres. "Estas medidas causaron gran
descontento y alarma entre la población de este estado. Muchos habitantes de
los pueblos, hombres en edad de prestar el servicio militar, se ocultaron,
mientras que otros emigraron a Yucatán, Quintana Roo o Tabasco para no ser
sometidos a la conscripción. En algunos pueblos hubo signos evidentes de
rebelión y temí que estallara un grave conflicto." El gobernador suspendió
el reclutamiento.
En Yucatán, el gobernador informaba que los hombres alistados para servir
en la guardia nacional se escondían. "La organización de tales guardias
nacionales ha dado ocasión a que en algunas poblaciones se subleven los
llamados a formarla y a que en otras obedezcan sin recurrir a vías de hecho a
mano armada, pero sí retirándose a las afueras de la población en actitud
amenazante."
Algunos gobernadores se plantearon entonces estrategias desesperadas. El de
Yucatán consideró la posibilidad de reclutar indios de la Huasteca, que habían
sido contratados para trabajar en los campos de sisal. Estaba convencido de que
preferirían el servicio militar, que sólo duraría seis meses, con el retorno a
casa garantizado, antes que seguir trabajando como jornaleros en las
plantaciones. El general José María de la Vega, en León, Guanajuato, le sugirió
a Díaz que se ofreciera a los posibles soldados un pago adelantado para
atraerlos a las oficinas de reclutamiento y, una vez allí, "no dejarlos
salir y destinarlos luego" al ejército. En conjunto estas estrategias
tuvieron escaso efecto y, conforme avanzaba la revolución, fue imposible
incrementar sustancialmente el número de tropas a disposición del gobierno.
En Chihuahua, el fracaso de la estrategia de Terrazas y la incapacidad de
Díaz para engrosar las filas federales llevaron a sus comandantes, y
particularmente al hombre que había designado para aplastar el levantamiento,
el general Juan Hernández, a defender una política de compromiso y
conciliación.
Cuando llegó a Chihuahua, Hernández se sentía optimista. Hablaba de enviar
tropas a Ciudad Guerrero, que era el centro de la rebelión. Estaba convencido
de que "si logramos exterminar a estos revoltosos (en Ciudad Guerrero),
seguramente que vendrá la desmoralización de los demás" y la revuelta
terminaría. Una semana más tarde estaba aún más esperanzado, porque había
infligido a los revolucionarios una derrota menor. Pensaba que el fin de la
revolución estaba cerca: "De los informes que he recogido se desprende que
ha causado honda impresión entre los revoltosos la derrota que acaban de sufrir
y que muchos se han convencido de que no pueden luchar con las fuerzas del
gobierno, resolviéndose, por lo mismo, a abandonar su mala causa".
Conforme el movimiento revolucionario, a pesar de las derrotas temporales,
cobraba más impulso, Hernández empezó a cambiar de opinión. Le impresionó mucho
que, en la ciudad de Carretas, "trece revolucionarios saquearon la ciudad,
que tiene dos mil habitantes, y nadie les opuso resistencia". Se daba
cuenta "de que los revoltosos tienen muchos simpatizantes entre la gente
de aquí que habla con gran fervor del triunfo de su causa". Pocos días
después, Hernández era aún más explícito.
Creo mi deber informar a usted de un modo claro que las cuestiones que aquí
se han suscitado y que tanta sangre están costando no reconocen otro origen que
el descontento general que existe en los habitantes del estado desde que el
gobierno está en poder de personas de la familia Terrazas, familia a quien
aborrecen, y como se cree que estos gobernantes sólo pueden sostenerse con el
apoyo de usted, a usted lo hacen responsable de esta situación.
Un informe anónimo, que Hernández retransmitió a Díaz, equivalía a una
devastadora acusación contra los Terrazas y un sombrío pronóstico de las
consecuencias que tendría la revolución para el régimen si no se realizaban
cambios rápidamente. Las causas principales de la revolución, según el anónimo
autor, eran "antiguos disgustos por la distribución de terrenos vecinales,
frecuentes desapariciones de ganados no herrados, presión excesiva de prefectos
o presidentes municipales de escasa ilustración y contribuciones multiplicadas
que gravan en demasía los pequeños negocios, con más la contribución
individual". Madero no hacía más que utilizar para sus propios fines el
descontento de la población de Chihuahua, dirigida principalmente contra
"el general don Luis Terrazas, siendo el hombre más rico en Chihuahua y
teniendo ‘el control’ de todas las empresas grandes y aun de muchas pequeñas y
aun mezquinas, como la de mingitorios públicos". Había un sentimiento
generalizado de que los Terrazas "acabarían por absorber todo lo que
Chihuahua representa de capital y de energía".
Fallidos intentos de encontrar una solución política
El general Hernández fue una excepción notable entre los militares porfirianos,
porque defendía una solución política y social en vez de una salida puramente
militar. Sus ideas también diferían de las de los políticos porfirianos que, en
una etapa posterior de la revolución, llegaron a defender una solución política
que consistiera solamente en negociar con los dirigentes de clase alta del
movimiento maderista. Hernández estaba a favor de una negociación con las
clases bajas de Chihuahua que se estaban sublevando, porque tenía la esperanza
de evitar así que se unieran a Madero.
Esto no significa que Hernández se opusiera a la
represión. El 19 de enero de 1911, describió las medidas que consideraba
necesarias en una carta a Porfirio Díaz: "De nuevo tengo que decir a
Ud.", escribió, que todo el estado simpatiza con la revuelta actual y que
se necesita trabajar mucho para cambiar la situación; trabajar moral y
materialmente. Se necesita el convencimiento para unos, la energía para otros y
la inflexibilidad para los más rebeldes. Para muchos, no es eficaz la
consignación que de ellos se ha estado haciendo al juzgado de Distrito; sería
mucho más práctico y de resultados más positivos mandarlos a Yucatán, o más
bien dicho, al Territorio Quintana Roo, en la misma forma que lo hicimos con
los perniciosos de Oaxaca y Puebla. Si Ud. se dignara autorizarme, nos
quitaríamos de aquí muchos sediciosos que desde su prisión están ayudando a los
revolucionarios.
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