Autor: Leonardo López Luján
Lluvias escasas,
lluvias excesivas, lluvias inoportunas: en estos tres fenómenos se resume buena
parte de las pesadillas de las sociedades mesoamericanas que basaban su
existencia en la agricultura de temporal. Las precipitaciones sólo eran
bienvenidas cuando se registraban en cantidades adecuadas y en momentos
precisos. Si no lograban conjugarse ambos factores, las consecuencias podían
ser funestas y desembocar en hambrunas, mortandades o migraciones.
El Códice Florentino ilustra de manera
elocuente la angustia con que los pueblos de la Cuenca de México se referían a
un periodo de sequía extrema:
Todos andan desemejados y desfigurados. Unas ojeras traen como
de muertos. Traen las bocas secas, como esparto, y los cuerpos, que se les
pueden contar todos los huesos bien como figura de muerte... No hay nadie a
quien no llegue esta aflicción y tribulación de la hambre que agora hay… Y los
animales, señor nuestro, es gran dolor de verlos que andan azcadillando y
cayéndose de hambre, y andan lamiendo la tierra de hambre...
Es también, señor, gran dolor de ver toda la haz de la tierra
seca. Ni puede crear ni producir las yerbas ni los árboles, ni cosa ninguna que
pueda servir de mantenimiento… No parece sino que los dioses tlaloques
lo llevaron todo consigo y lo escondieron donde ellos están recogidos en su
casa, que es el Paraíso Terrenal (Sahagún, lib. VI, cap. VIII).
El carácter imprevisible de los regímenes pluviométricos dio un
sello característico a las religiones de Mesoamérica. A lo largo de los siglos
existió en ese vasto territorio una verdadera obsesión por controlar las
precipitaciones, apelando a las fuerzas de la sobrenaturaleza. Y, claro está,
los mexicas no fueron la excepción: en nueve de los dieciocho meses que
integraban su calendario agrícola, tenían lugar ceremonias que pretendían
propiciar la lluvia y la fertilidad. Casi todas las plegarias, las ofrendas y
los sacrificios de niños de estos meses estaban dirigidos a Tláloc, dios de la
lluvia y personificación de la tierra. Se le invocaba generalmente como “El
Dador”, pues proveía de todo lo necesario para la germinación de las plantas.
Enviaba lluvias y corrientes de agua desde el Tlalocan, lugar de niebla,
abundancia infinita y verdor perenne. De acuerdo con el Códice Florentino,
el Tlalocan era una montaña hueca y repleta de agua que tenía como réplicas
todas las elevaciones del paisaje:“Y decían que los cerros tienen naturaleza
oculta; sólo por encima son de tierra, son de piedra; pero son como
ollas, como cofres están llenos de agua...”(Sahagún, lib. XI, cap. XII, §
1).
Es por ello que las peticiones de lluvia se hacían en montes,
cuevas, manantiales y remolinos de agua, lugares todos de la geografía sagrada
desde donde era factible la comunicación con Tláloc.
El templo mayor
como réplica del monte sagrado
Para los habitantes de la Cuenca de México, la pirámide
principal de Tenochtitlan era el centro por antonomasia de propiciación a las
divinidades pluviales. Simbolizaba un monte sagrado donde residían Huit-zilopochtli
y Tláloc, los dos principales númenes protectores del pueblo mexica.
Formalmente, la mitad norte de la pirámide evocaba una eminencia que atesoraba
en su interior al mundo acuático: su plataforma estaba decorada con esculturas
de basalto que representaban ranas azules y serpientes de jade, además de
grandes braseros de mampostería con el busto de Tláloc; sus taludes tenían
bajorrelieves de chalchihuites y remolinos, así como piedras saledizas que
simulaban un relieve fragoso, y su capilla alojaba las imágenes de las deidades
de la lluvia y del maíz.
Cada vez que el Templo Mayor era agrandado, los arquitectos
tenían el cuidado de repetir la estructura previa y, en esta forma, reproducir
ese monte artificial erigido sobre un manantial tras la fundación de la ciudad
insular. Sin embargo, la semejanza formal no era el único requisito que esta
pirámide debía cumplir para conservar su calidad de espacio sagrado. Además,
era indispensable cumplir, durante su ampliación y su dedicación, ciertos
rituales que repetían las aventuras míticas del dios del sol y el de la lluvia.
Para ilustrar esta clase de rituales, describiremos a
continuación dos conjuntos de ofrendas exhumadas por el Proyecto Templo Mayor
en la mitad norte de la pirámide. Dichas ofrendas son precisamente los
vestigios materiales de las ceremonias que, por un mecanismo de magia
simpática, intentaban recrear el mundo acuático y las acciones de los tlaloque,
confiriéndole al nuevo edificio las cualidades de una montaña desde la cual se
generasen las nubes, las lluvias y, en consecuencia, la fertilidad de la
tierra.
López Luján, Leonardo , “Aguas petrificadas. Las ofrendas a
Tláloc enterradas en el Templo Mayor de Tenochtitlan”, Arqueología Mexicana núm. 96, pp. 52-57.
• Leonardo López Luján.
Doctor en arqueología por la Universidad de París X-Nanterre. Director del
Proyecto Templo Mayor, INAH. Junto con William L. Fash es coordinador del libro
The Art of Urbanism: How Mesoamerican Cities Represented Themselves in
Architecture and Imagery, que será publicado por Dumbarton Oaks.
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