martes, 3 de enero de 2017
El toloache o yerba del diablo
Los indios del Norte de México y el sur de Estados Unidos utilizaron la datura o toloache como medicina y medio para diagnosticar enfermedades y tener visiones, como amuleto para ganar apuestas, como auxiliar en la cacería y en las ceremonias iniciáticas de los jóvenes de ambos sexos. El uso generalizado del toloache como planta ritual se observa en casi todos los grupos étnicos del Norte de México y en tribus del sur de California: cahuillas, cupeños, paipai y kumiai.
Para los seris, la datura se cuenta entre las primeras plantas creadas; es sobrenatural y posee un espíritu invisible, como las otras plantas primigenias. Se utiliza para manipular el clima, hacer limpias y fetiches o curar algunas dolencias. Los chamanes oh’dam (pimas) de Sonora y Arizona usan el toloache para tener visiones y ayudar a los cazadores a encontrar su presa.
Los huicholes cuentan que kieri, el toloache, es el contrario de jíkuri, el peyote; en una lucha mitológica, el peyote lo vence. Si bien el kieri se usa menos que el jíkuri, siempre ha sido poderoso aliado de músicos y de algunos mara'kames; casi siempre el consumo del peyote y la datura son excluyentes.
Los tepehuanos consideran al toloache como el esposo de la mujer maíz y yerno del Sol. Tuvo dos amantes y se le castigó haciéndole bajar la cabeza y ordenándole cumplir los deseos y caprichos de quienes solicitaran sus servicios; el toloache es una de las plantas más utilizadas en los amuletos para enamorar. El uso anterior le acerca al más conocido de esta planta hoy en día en otras regiones de México, donde se les da a hurtadillas a las víctimas, que se enamoran, enloquecen y atontan.
Ceremonia de iniciación.
Las muchachas púberes eran iniciadas en una ceremonia pública bastante parecida entre los grupos de una amplia región californiana, donde se les enseñaba cómo cumplir con el rol tradicional de madres y mujeres que les correspondía, y se hacía un ritual donde se les "asaba" en un horno. Se les presentaba entonces la mitología de su gente a través de representaciones pintadas en arena; éstas se reproducían en sus caras y también se ven en pictografías de La Rumorosa y Anza Borrego Park, a ambos lados de la frontera norte. Delfina Cuero, india cahuilla nacida hacia 1860, narra en su Autobiografía:
La abuela me había contado lo que hacían a las mujeres cuando estaban por convertirse en mujeres ... me contó que cavaban un agujero y lo llenaban de arena caliente, allí metían a la muchacha.
Nadie podía hablar de estas cosas, se narraba en las canciones y en los mitos que sólo se decían en la ceremonia ... se aprendía cómo ser buena esposa, cómo tener hijos, cómo criarlos .. .
La ceremonia se hacía en un sitio especial, que se purificaba antes con tabaco sagrado. Se les pintaba la cara y se les cubría la cabeza con un canasto, para hacerlas buenas tejedoras de cestas.
Delfina fue “asada” durante cuatro días y tres noches y aprendió los cantos. Dos piedras calientes le fueron colocadas en el vientre y entre las piernas, para prevenir los cólicos menstruales y facilitar sus futuros partos. En un círculo hecho de piedras que representaban a la Osa Mayor, le contaron los mitos del espíritu de las montañas y los primeros animales creadores. Tras la velación, solía hacerse una carrera: "Mujeres y niñas terminan la ceremonia con una carrera. Llegan hasta la cumbre de un cerro y allí, la mujer del jefe les pinta la cara con diseños en rojo, blanco y negro y con la misma pintura decora las piedras".
Los muchachos eran iniciados entre los nueve y los catorce años, en una ceremonia pública semejante a la de las jóvenes; además, tenían ceremonias nocturnas: allí tomaban un té hecho de semillas secas de datura, molidas en un mortero usado solamente para este fin. Se les llevaba a un cañón apartado donde se les enseñaban entonces sus obligaciones como hombres, jefes y proveedores: allí aprendían los cantos, historia y mitología de los antiguos. Apartados e intoxicados, las visiones que tendrían determinaban el destino y papel que cumplirían entre su gente. Los chamanes recibían en ese momento su llamado y eran los únicos que volvían a tomar el té. La ceremonia recibió el nombre de manet, “hacer hablar al pasto” en kumiai. Inconscientes y desnudos tenían visiones de su espíritu tutelar y otros seres de su mitología. Tras su muerte ritual, rodaban encima de hormigueros para adquirir tenacidad, resistencia y poder sobre los enemigos. Seguía el ritual de pintar rocas, que se asociaba siempre a estas visiones, y los elegidos entre ellos eran llevados a las rocas observatorio, donde más tarde se retirarían para poder llevar la cuenta del tiempo y poder predecir el clima. Por último, se terminaba con la ceremonia del fuego. La yerba del diablo, como la llamaban los españoles, les daba una tolerancia que les permitía acercarse a las hogueras, brincar sobre la lumbre o caminar sobre las brasas, haciéndolos aliados del fuego.
Elisa Ramírez
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